La educación ciudadana ha sido una de las banderas que se han enarbolado, principalmente, para hacer del hombre un ser no para el consumo sino para la convivencia”.
1. Educar en las virtudes
El mundo actual nos incita a vivir de acuerdo con las modas y el consumo de lo inmediato, el culto a la egolatría (Lipovetskky, 1985) o en lo líquido (Bauman, 2005), en los cambios permanentes y en la incertidumbre, en el desapego de las raíces o en el rechazo a las utopías… Por otra parte, las normas sociales se afincan hoy más en los objetivos a corto plazo, en el “éxito” validado por lo económico y en el sofisma del “ser siempre originales y únicos”, entonces al sistema educativo, y muy particularmente al docente, le corresponde preguntarse qué lugar y qué sentido tiene su labor en este escenario.
Diversas apuestas, programas y proyectos educativos procuran dar respuesta a las preguntas que suscita ese estado de vida moderno en el que nos encontramos: entre tantas propuestas, la formación en valores y la educación ciudadana han sido las banderas que se han enarbolado, principalmente, para hacer del hombre un ser no para el consumo sino para la convivencia. Estos esfuerzos, tan necesarios como válidos, de alguna forma han sido el contrapeso en la balanza; se han tornado en la posibilidad o perspectiva diferente para no caer de manera tan acrítica en el camino hacia el que nos seducen tantos medios masivos de comunicación, leyes del mercado y de la economía o las ideologías extremistas. De cierta forma, la educación en valores y las competencias ciudadanas han hecho las veces de mástil para que Odiseo no sucumba ante el canto de las sirenas.
Ahora bien, estos dos propósitos o aspiraciones —formación en valores y educación ciudadana— son de marcado énfasis social o público. Los valores, en cuanto se refieren a un cierto conjunto de disposiciones relacionadas con obligaciones y normas de conducta generales para un determinado grupo (Guariglia y Vidiella, 2011), y la ciudadanía, en tanto se entienda como un “modo de inserción en la sociedad política” (Peña, 2000:23). Empero, se hace ineludible asegurarles a ambos propósitos un espacio más íntimo y asociado a la esfera personal: me refiero a las virtudes.
Virtud, desde su etimología, designa al varón libre (vir), y a la virtus, o los comportamientos que este hombre libre asumía para mantener la condición de dueño de sí: “La virtud es, por tanto, un hábito selectivo, consistente en una posición intermedia para nosotros, determinada por la razón y tal como lo determinaría el hombre prudente; posición intermedia entre dos vicios, el uno por exceso y el otro por defecto” (Aristóteles, 2004: VI). Este justo medio se instituye entonces como tendencia a obrar correctamente mediante prácticas rutinarias que dirigen el entendimiento o la razón para que podamos analizar, distinguir y optar por buscar lo bueno y lo correcto; así, el justo medio viene a ser esa fina capacidad de discernimiento que dirige la voluntad para alcanzar fines supremos a los que los hombres debemos tender, pues “todo conocedor rehúye el exceso y el defecto, buscando y prefiriendo el término medio, pero el término medio no de la cosa, sino de nosotros”(Aristóteles, 2004: VI). Dicho de otra manera, virtud es voluntad dirigida por la razón para encontrar el lugar que nos permite sopesar los extremos.
Y al ser un hábito, esto es, una disposición que nos hace conducirnos bien o mal en lo que respecta a las pasiones (Aristóteles, 2004: V), se resalta la idea de que virtud es una manera usual de actuar; una faena, una tarea, un ejercicio cotidiano en procura de ser, uno mismo, alguien cada vez mejor. Más cercano a nosotros, Comte-Sponville, afirma: “la virtud: es el esfuerzo para conducirse bien” (Comte-Sponville, 1995: 12). Las virtudes, ya sean intelectuales o volitivas (García y Saiz, 2007), son en sí una forma de ser y de actuar, elaboradas cotidianamente por nosotros mismos; un esfuerzo razonado, una fuerza dispuesta desde el discernimiento y la voluntad que nos impele a vivir de manera prudente, en aras de conquistar lo mejor de nuestra humana condición. Las virtudes, a la par de la formación en valores y de la educación ciudadana, efectivamente podrían darnos el tono de vida adecuado para ser más sensatos, prudentes, felices y solidarios, y lo harían puesto que ellas son una capacidad y un dominio del carácter que nos sitúan en vigilia respecto a nosotros mismos. No olvidemos que las virtudes son una forma de escucha atenta de nuestro ser, un diálogo interior; la observación acuciosa de las acciones que nos gobiernan. Asumir una educación en las virtudes, enfatiza, entonces, en la propuesta de trabajar explícita e intencionadamente en nosotros mismos: sopesar nuestras faenas o tareas del día a día y hacernos una obra de arte en creación inacabada. Educar en las virtudes no es asumir el discurso externo y altisonante del “deber ser” sino una práctica porfiada y un compromiso propio con lo que se es y se quiere ser. Por esto, tornar a las viejas y olvidadas virtudes es un proyecto de la más pertinente y necesaria validez en el mundo de hoy.
2. Hacia una didáctica de las virtudes
Ya delimitadas las fronteras entre valores, ciudadanía y virtudes, por una parte, y entre estas y las leyes que gobiernan los ímpetus del mundo líquido de hoy, por otra, bien vale la pena preguntar a renglón seguido cómo educar en las virtudes. Asunto de suyo ya engorroso pues si los procesos que han determinado la enseñanza de valores y ciudadanía apenas están en consideración, más aún serán los de las virtudes. Pese a lo anterior, presento aquí algunas posibilidades, líneas de reflexión o apuntes para iniciar la configuración didáctica de la educación en las virtudes.
Para ello, asumo un principio general y una definición transversal en este punto. El principio es que una didáctica de las virtudes debe partir del supuesto del epimelesthai sautou, es decir, del cuidado de sí mismo. Cuidar de sí mismo implica la preocupación por sí, el sentirse ocupado o inquieto por uno mismo. La definición transversal, va en entender la didáctica de las virtudes como la creación explícita e intencionada de un conjunto de condiciones para que la persona se mire a sí misma y se dedique a gobernarse. Estas condiciones, en términos de Foucault, implican unos ejercicios que “permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad” (Foucault, 1990: 48).
A partir de los anteriores presupuestos, observo tres grandes categorías didácticas para educar en las virtudes: didácticas de la escucha interior, didácticas de la cotidianidad y didácticas de la ejemplaridad. Veamos.
Didácticas de la escucha interior
Escuchar es, en esencia, asumir la incertidumbre, abrirse a los misterios de la vida. Cuando escucho es lo súbito, lo desconocido, lo inesperado lo que se sitúa frente a mí. En el escuchar, la variedad de la vida se me despliega; lo inexplicable e impredecible toman forma. Más allá de las presuntas certezas y seguridades que da la vida inmediata, escucharme atentamente implica dejar emerger todas aquellas palabras, imágenes y vivencias que me inundan y habitan; dejarme invadir —y no evadir— por los ecos que están allá, muy en el fondo de mi intimidad; aguzar los oídos para reconocer las runas que cincelan el misterio de mi desconocido mundo interior. Hacer, y propiciar desde el aula, la tarea diaria, el ejercicio cotidiano de volver a la infancia, a los recuerdos, a las situaciones o personas que me han moldeado de cierta manera; darle voz a esas experiencias fundacionales que tengo arrinconadas en el olvido y que por efecto de la discontinuidad del aquí y el ahora he dejado de lado. Tornar, pues, a los hitos de mi niñez o adolescencia: a los padres, amigos y maestros que me dieron el cuerpo y la identidad de lo que soy. Hacer de la otredad mi mismidad; escucharme atentamente con repetidas preguntas como ¿quién soy? ¿Cómo soy? ¿Por qué soy como soy? Y buscar en el baúl de mis recuerdos claves para hallar o construir respuestas.
Esta didáctica invita a hacer del aula un ritual para el silencio activo, una especie de ejercicio espiritual donde lo extranjero se le devela al propio maestro y al niño o al joven; en donde lo desconocido irrumpe en lo conocido, en donde lo inesperado habita lo sabido. Tomarse el tiempo, intencionadamente, para reconocerse, para permitir que emerja lo otro, eso que posee “(…) manifestaciones y grados elementales, toscos y bárbaros, y evoluciona hacia estadios más refinados, más puros y transfigurados” (Otto, 1980:23). Darse los momentos, explícitos, cotidianos, en la clase y la escuela, para la ceremonia del sí mismo, en cuanto relación pedagógica sustantiva sobre la que se podrán configurar, posteriormente, mejores valores y ciudadanía.
Nacemos de los encuentros, vivimos en los encuentros, anhelamos los encuentros pero poco nos ocupamos del encuentro con nosotros mismos. Ese “otro” que nos habita y que es tan desconocido y temido, necesita ser escuchado pues es el que en realidad nos constituye. Así, la escucha atenta de nuestra vida interior se puede instituir —institucionalizar— en el aula y la escuela como una didáctica de las virtudes que nos ponga en perspectiva frente a nosotros mismos. Faena esta urgente e inaplazable para el maestro y el joven de hoy, tan cercados por lo inmediato, lo desechable y lo rápido. Darnos el tiempo para escucharnos más que oírnos; proveer al propio maestro y los estudiantes de ciertos ambientes y condiciones para el silencio y el encuentro personal se nos debe convertir en una actividad continua, manifiesta, progresiva y principal que iría desde la resignificación del lenguaje —volver a valorar palabras tales como discernimiento, reflexión, ensimismamiento, recogimiento, ocio, introspección— hasta llegar a hacer ciertas pausas en el activismo asfixiante que gobierna el calendario escolar, pasando por considerar la idea misma del conocimiento como una forma de diálogo y encuentro de una persona con la tradición.
Para esta escucha interior, pueden ser de acentuado interés prácticas tales como el silencio, la evocación, el discernimiento, el álbum familiar, canciones de especial significado, un diario personal o autorretratos, los cuales nos llevan a pensarnos a nosotros mismos, a mirarnos con detenimiento y a encontrar las virtudes que desde la tradición más cercana —la de padres, familia y amigos— nos han sido dadas y nos configuran. Las prácticas de esta didáctica pretenden ayudarnos a reconocernos en nuestra dimensión ética; son, en el fondo, instancias para hacer un viaje interior exploratorio; para ponernos en diálogo con nosotros mismos y para obtener un primer registro de nuestras más próximas virtudes.
Didácticas de la cotidianidad
Si las didácticas de la escucha interior son un primer momento sustancialmente tachonado por el recogimiento en lo propio, si son didácticas de la provocación más en función retrospectiva, del acopio de las virtudes heredadas del pasado personal, las didácticas de la cotidianidad tienen como objetivo demarcar y organizar lo inmediato, el presente: las acciones del aquí y el ahora. Lo que en este día soy y las virtudes que expreso en mis eventos diarios.
Estas didácticas, al captar y reconfigurar lo circunstancial o inmediato, expresan esas virtudes que de hecho más nos gobiernan, pues en lo eventual se hayan marcas sustanciales del carácter que, por estar en los afanes del momento, poco identificamos y comprendemos. En tal sentido, estas didácticas, en línea con Ortiz (2004), exigen de nuestra parte un registro atento, una cierta labor artesanal, un cuidado esmerado, un desarme pieza a pieza, con la paciencia del alfarero o el carpintero, para comprender de los detalles más ínfimos de cada día, ahora con perspectiva, las virtudes que nos tutelan. Bien sea a manera de reconstrucciones orales de eventos y anécdotas, de relatos escritos, de fotografías o filmaciones de acontecimientos o subrayando algunas maneras de enunciación personal en medios como Facebook, Twitter o el correo electrónico, lo importante es mirarse a uno mismo en sus quehaceres diarios e inferir qué virtudes están allí, moviéndose y presidiendo nuestra existencia…
En este orden de ideas, invitar a la clase a escribir acerca de cómo ha sido el día —a lo sumo, cómo fue el día anterior—; a registrar en palabras y dibujos y con la propia mano más que con el teclado —por aquello de la relación íntima entre escritura y cuerpo— las palabras, gestos y actitudes que hemos vivido. Hilvanar, a la usanza de la costurera, todos aquellos giros idiomáticos y corporales y eventos que nos han ocurrido; recolectar, en pocas palabras, toda la maraña de hilos de nuestros pasos más inmediatos.
Una didáctica de la cotidianidad permitirá que el salón de clase, la hora del descanso, la asamblea o cualquier otro evento escolar o del círculo de amigos y compañeros, sean objeto privilegiado de estudio, pues en ellos, como en la escucha interior, reverberan las virtudes que tenemos o aquellas que tanto necesitamos.
Didácticas de la ejemplaridad
O de la escritura como reconstitución de la subjetividad plena y del gobierno de sí mismo. Luego de darnos tiempos regulares y asiduos, validados institucionalmente, para escuchar el pasado y describir y esquematizar el aquí y en el ahora, una didáctica de la ejemplaridad nos permitirá entender quiénes somos y cómo podemos ser mejores seres humanos. La ejemplaridad se refiere a identificar ciertas personas que, por su actitud, perfil y acciones, más se acercan a lo que somos y queremos ser. Por lo mismo, hacer acopio de nombres concretos y destacar en ellos esas virtudes que los caracterizan, esas improntas éticas que los hacen sustantivos y dignos de emulación. Este será el momento para escribir breves biografías, perfiles, estudios de caso y retratos que destaquen a ciertos hombres y mujeres y sus virtudes más anheladas para nosotros.
Acto seguido, y dado el carácter proyectivo de este tercer grupo de didácticas, se podrá dar paso a conformar el perfil propio o el proyecto de vida que se quiere para sí. Entonces, demarcar las virtudes que tenemos más desarrolladas —la prudencia, la templanza, la valentía, la justicia…— y aquellas que requieren de mayor trabajo —la compasión, la misericordia, la tolerancia, el amor…— y esta instancia, apenas eran ruidos íntimos y fragmentos discontinuos.
El papel del maestro es determinante, pues además de motivar la escritura reflexiva, autocrítica y creativa, movilizará al pensamiento de cada quien para que elabore sus propios mapas mentales y escalas de virtudes y para que trace planes con el fin de hacerse cada día mejor ser humano.
3. A manera de conclusión
Las anteriores reflexiones son ante todo una invitación a pensar las virtudes que nos conforman. Sin esa necesaria balanza y dedicación a sí mismo, la vida en los valores y la ciudadanía pierden asidero, tienden a diluirse en las espesas normativas o en las sinuosas buenas intenciones, pero no llegan a ser el pan de cada día. Más en particular, para una comunidad educativa, asumir una puesta concreta sobre didáctica de las virtudes conlleva el efecto de “tratar de comprender lo que debemos hacer, ser o vivir, y, de ese modo, darnos cuenta, al menos intelectualmente, del camino que aún falta por recorrer para llegar a ello” (Comte-Sponville, 2005: 13).
Asumir una didáctica de las virtudes, entonces, pasará por la voluntad de querer formar desde dentro, por volver a la persona y su subjetividad como problemática central del quehacer educativo. Más allá de las normas, las campañas o los deseos, se trata de enseñar, aprender y, sobre todo, modelar disposiciones para hacer el bien; de ocuparse, en términos de Foucault, por alimentar y mantener ejercicios sobre el alma y el cuerpo para transformarnos a nosotros mismos con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad.
Es claro que una didáctica de las virtudes es, por ahora, más una propuesta que un programa, pero entendiendo que la educación es una opción cierta por la utopía asumida como lugar posible, no estamos lejos de dar los primeros pasos en esto de gobernarnos a nosotros mismos. Bien decía MacIntyre: “La respuesta a la pregunta: ¿Qué clase de acciones debemos realizar? indica que son aquellas que producirán un mayor bien en el universo que cualquier otra alternativa posible”.
Referencias
• Aristóteles.(2004). Ética a Nicómaco. Madrid, Alianza.
• Bauman,Zygmunt (2005). Modernidad líquida. Buenos Aires, FCE.
• Comte-Sponville, A. (2005). Pequeño tratado de las grandes virtudes. Barcelona, Paidós. • Foucault,M.(1990). Tecnologías del yo. Madrid, Paidós. • García, L., y Saiz, M. (2007). Diccionario de valores, virtudes y vicios. México, Trillas. • Guariglia, O. y Vidiella, G. (2011). Breviario de ética. Buenos Aires, Edhasa. • Lipovetskky, G. (1985). Era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona, Anagrama. • Macintyre, A. (2006). Historia de la ética. Barcelona, Paidós. • Otto, R. (1980). Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios. Madrid, Alianza. • Ortíz,R.(2004). Taquigrafiando lo social. Buenos Aires, Siglo XXI. • Peña,J.(2000). La ciudadanía hoy: problemas y propuestas. Valladolid, Universidad de Valladolid, Ed.