“Cada lector es un viajero que con los libros puede recorrer mundos desconocidos y nuevos universos que se nos abren en la mente para despertar la imaginación” explica Celso Román en este artículo para sustentar que la literatura permite afirmar la valoración de los entornos junto con su apropiación para que cada niño pueda descubrir el mundo. La escuela es el principal elemento para esta construcción pues brinda las herramientas para el manejo del lenguaje e invita consignar sueños por escrito. El autor hace un recuento de las diferentes categorías de cuentos para guiar al lector al mundo de la fantasía que aporta no solo a la apropiación de significados si no la oportunidad de entablar un diálogo con cuentos que permiten visibilizar la variedad de un mundo fantástico. Por último deléitese con un cuento de la autoría de Celso Román…
Mi recuerdo más temprano es el de un niño de tres años sentado en la piel de un jaguar que había cazado mi tío materno Alberto Campos, cuando el mundo era más grande y las selvas eran parte de la vida cotidiana de los abuelos.
Me sentaron sobre el cuero y me puse a llorar porque mis manos pequeñitas percibieron en la piel moteada el dolor de la vida perdida, los follajes, los ríos, la sangre, la fuerza de ese rey de la manigua destronado por mi tío el cazador.
Mi madre, Helena Campos Bonilla, era maestra normalista y me enseñó a leer en la casa. Guardo en mi memoria la ternura que me llevó poco a poco por el camino del aprendizaje, para descifrar los signos secretos del mapa del tesoro y hacer el milagro de aparecer las cosas en la mente gracias a las palabras.
Descubrí que con cada niño que aprende a leer se repite la historia del conocimiento de la humanidad y que cada lector es un viajero que con los libros puede recorrer mundos desconocidos y nuevos universos que se nos abren en la mente para despertar la imaginación. La lectura es el pasaporte para viajar a todos los países y visitar todos los palacios, los castillos encantados, los desiertos con dunas de arena y las selvas más profundas, donde reinan los tigres.
Los libros le ponen alas a la vida para volar con historias de amor, navegar los siete mares con Simbad el Marino y los piratas del Caribe, descender a las profundidades oceánicas con el Capitán Nemo, o sobrevivir en una isla con Robinson Crusoe.
La literatura en la infancia nos permite descubrir nuestra capacidad de soñar, y quien sueña puede cultivar ilusiones –que son como semillas que caen en la tierra fértil del tiempo- y al llegar a la madurez podremos descubrir que somos seres capaces de cambiar el destino al hacer realidad los sueños.
Desde el principio de la historia la palabra fue el instrumento que permitió a los seres humanos explicar el mundo, ya que ella es un instrumento de transformación de la realidad cuando empezábamos a ejercer el dominio de la naturaleza en la lucha por la supervivencia.
Fue en ese amanecer de nuestra especie cuando empezó la explicación mágica del mundo ante las fuerzas del entorno que nos avasallaban y nacie- ron los mitos de creación, que Gianni Rodari con- sidera que “sirven a la matemática, como la mate- mática sirve a [los mitos]. Sirven a la poesía, a la música, a la utopía, al compromiso político […] en definitiva, al hombre en su conjunto, y no solo al fantasioso. Sirven precisamente porque, en apa- riencia, no sirven para nada: como la poesía y la música, como el teatro y el deporte”. Un ejemplo de esa explicación del mundo es el génesis según el pueblo sikuani:
Yo sé la historia de la época en que no existía nada, ni gente ni nada, la historia del origen del mundo, cuando lo único que existía era la Tierra y tres huevos en el centro de ella.
Uno de los huevos se abrió para que saliera una mujer anciana con un niño pequeñito que no era hijo suyo, y luego la cáscara se volvió a cerrar. Ella crio el niño durante el tiempo que los blancos llaman siglos, hasta que creció y se volvió un joven que dijo a la anciana:
— Abuelita me voy a caminar hasta donde llegue esta tierra. Cuando encuentre algo, sonará un estruendo; al escucharlo piense “Ah, mi nieto ya descubrió el mundo”. Cuando regrese, el estruendo volverá a sonar para que usted sepa que he regresado.
Pasó mucho tiempo y un día sonó el estruendo y la anciana pensó “Ya llegó mi nieto”, pero ella no sabía a dónde había llegado el joven, mientras él, que tenía el don de conocer el futuro, sí sabía los pensamientos de la abuela. Después de mucho tiempo volvió a sonar la Tierra y el joven regresó, pero estaba transformado, había crecido, y ya era un hombre. Entonces los huevos empezaron a reventar.
Del primero, de donde habían salido la anciana y el niño, salió el agua, que formó los ríos y los mares. De ahí también salieron todos los animales acuáticos y se esparcieron por el mundo: los peces grandes y pequeños, las tortugas, el caimán, y Tsawaliwalí, la serpiente creadora, y los demás habitantes del agua.
Del segundo huevo salieron los animales terrestres de cacería: el tapir, el cafuche, el chigüiro, la lapa, el picure, el venado, el jaguar, y con ellos todos los moradores del día y de la noche, y los que habitan bajo la tierra como el ocarro y los demás armadillos. De allí también salieron los animales domésticos como la res, el caballo, el cerdo, y las gallinas.
El tercer huevo estaba destinado a los grandes animales voladores, como las águilas, las pavas y los paujiles, así como los enormes árboles que iban a formar las selvas. Entonces el hombre se transformó en el árbol más grande de todos, el Kaliawiri, que a su vez daría origen a otros.
Después de estos acontecimientos, con el mundo lleno de vida, la viejita dijo “Yo me voy” y se subió al cielo convertida en Luna para alumbrar al nieto.
Pasó el tiempo y el árbol Kaliawiri fue expandiéndose, y maduró conformando la selva, donde vivían todos los animales –el jaguar, el oso palmero, el oso hormiguero, el mono de noche, los micos, los tigrillos, los patos…-, que en esa época se comunicaban entre ellos utilizando la misma lengua.
Dentro de ese grupo había dos hermanos, Tsamani y Liwinái, que sabían más que los demás, por cuenta propia, sin que nadie les hubiera enseñado. Ellos caminaban, corrían, y pensaban mientras los demás dormían; de ellos surgieron las familias que habrían de dominar el mundo, crear la lengua piapoco y conseguir las plantas que desde entonces sirven de alimento a los seres humanos. Cuando Mono de Noche llegó con restos de una deliciosa fruta entre sus dientes, ellos dijeron a Paca, la lapa, que lo siguiera en la oscuridad, hasta el otro lado del Gran Río, donde Mono de Noche trepó por una liana hasta Kaliawiri, el árbol sagrado del alimento. Allí había piña, yuca de todas clases, plátano, caña, caimito, chontaduro, lulo, granadilla, calabaza, ají, y hasta plantas de veneno para pescar.
Tsamani y Liwinái dirigieron a los animales de la familia del pájaro Carpintero, del arrendajo, de la ardilla, de Umapato, la hormiga arriera, y de Tsálai, hasta completar seis familias que se unieron para tumbar el árbol y conseguir la comida que necesitaba la gen- te. Gracias a que las pequeñas hormigas recogían las astillas que saltaban con los hachazos, el árbol no pudo regenerar su tronco, y pronto empezó a crujir pero no cayó porque aún estaba sostenido por numerosas lianas y bejucos. Finalmente el arrendajo y la ardilla cortaron las últimas lianas y el árbol se vino al suelo por el lado de oriente y la ardilla, con liana y todo, fue expulsada con tanta fuerza que cayó lejos y se convirtió en la piedra que hoy llaman Unianto. Al caer el árbol sagrado ascendió el firmamento, que antes estaba bajito, unido al árbol. Desde entonces la gente pudo obtener la comida, y fue Tsamani quien dio significado al trabajo de grupo, con la colaboración de todos, al que los indígenas llaman únuma”.
Son estas explicaciones mágicas del mundo las que nos llevan a reflexionar cómo en la educación escolar se pueden proponer procesos de “salir a leer el entorno” desde la perspectiva de la explicación llena de fantasía. Los niños y jóvenes de todos los grados pueden reflexionar sobre el hecho de que la lectura no es solamente ese maravilloso milagro que lleva de las letras a las palabras y de ellas al texto. Muchos pueblos indígenas logran “leer” sus entornos al escuchar los pájaros, percibir el rumor del viento, analizar la forma de las nubes, percibir los perfumes de la florescencia de los árboles o examinar la migración de los insectos. Un cazador indígena se comunica con sus dioses para solicitarles la aquiescencia para sacrificar un animal, y desde su canoa “lee” las señales que deja una presa por entre los senderos de la selva, una huella entre la hojarasca, para nosotros invisible, que para el cazador es tan clara como una frase escrita en grandes caracteres.
La explicación mágica del mundo permite a los niños afirmarse en la apropiación y la valoración de los entornos, como ha hecho el mito de creación a lo largo de la historia humana y no se trata de decir que una explicación es más válida que otra –como sucede a veces con cierta intransigencia de las religiones que tratan de imponer sus creencias a sangre y fuego-, sino simplemente darle una oportunidad a la alegría y a la imaginación para explicar mágicamente el mundo y así poder apropiarlo.
Daniel Cassani en su libro “Describir el escribir” , afirma que existen las personas que dominan todas las teorías de la gramática, el lenguaje, la sintaxis, la prosodia, y la ortografía, pero no se les ocurre nada, no pueden “contar el mundo”, enamorarse y expresarlo. Por otro lado encontramos a quienes están llenos de ideas, viven soñando, aman, vuelan poniéndole alas al corazón cuando en su camino se atraviesa la filigrana de luz que dejan los rayos de sol por entre los follajes de un jardín, ven dragones y hadas en donde los demás apenas ven simples nubes y lo único que les pasa por la cabeza es que de pronto va a llover.
Considero que la escuela puede preparar a los estudiantes dándoles las herramientas para el manejo del lenguaje y a la vez ofrecerles el espacio propicio para invitarlos a descubrir el mundo y a consignar sus sueños por escrito. Para ello se deben abrir las puertas de las aulas de clase desde los primeros años de escolaridad para dejar entrar la literatura infantil, los cuentos de hadas, las leyendas, la poesía y la palabra en general.
Mientras los mitos explican la creación del mundo, en las leyendas se da un encuentro entre los seres mágicos que poblaban el mundo indígena con la cultura venida de Europa durante la Conquista y aparecieron la Patasola, el Mohán, la Madremonte, la Bola-de-fuego y tantos otros entes castigadores que nos llenaron de terror en la infancia.
Y después llegamos a los cuentos tradicionales -también llamados textos folclóricos , de hadas, o relatos maravillosos-, que le suceden, simple y llanamente, a los seres humanos y son el resultado de la confluencia de innumerables creaciones de la humanidad a lo largo de siglos y diferentes culturas, que han llegado hasta nosotros por diversos caminos: de la lejana China con los mercaderes que transitaban la Ruta de la Seda; de perfumes mágicos, alfombras voladoras, genios, manjares abundantes, ogros, talismanes, y culebras de siete colas originarias de la India por el camino de las especias y durante las cruzadas; de Persia y Arabia llegaron las Mil y Una Noches y relatos populares cantados por los juglares durante los siglos X, XI y XII a una Europa donde ya hacían presencia las fábulas del griego Esopo y los numerosos personajes de la mitología celta como hombrecitos (little men), enanos, elfos, trolls, príncipes, princesas, los caballeros de la Mesa Redonda del Rey Arturo, magos como el famoso Merlín, hadas como Morgana, además de espadas, escudos y sortilegios mágicos.
En los siglos XVIII y XIX empezó en Europa la recopilación sistemática de estos cuentos populares en las obras y adaptaciones de G. B. Basile, Charles Perrault, los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, y otros como J. Jacobs, J. E. Moe, y P. S. Absjörsen.
En España esta literatura tuvo además la influencia de ocho siglos de ocupación mora en los califatos de Granada y Al Andalus –“nuestra casa”-, hoy Andalucía. De allí pasó a América y llegó a nosotros con los misioneros y los conquistadores que trajeron sus romances, ánimas, apariciones y se encontraron en nuestro territorio con un nuevo crisol donde esa herencia se fundió en el campo con los mitos indígenas que aportaron su temor reverente a las fuerzas de la naturaleza, la magia del entorno, y el bagaje cultural de los africanos traídos a la fuerza como mano de obra para las minas y los cañaduzales; con ellos llegaron la santería, los sortilegios y brujerías, monstruos de la selva y personajes como el tío conejo en su permanente rivalidad con el tío tigre.
Nacía en Colombia una literatura rica en leyendas, mitos y cuentos de espantos, y aparecidos. Por eso es posible encontrar en los campos colombianos ejemplos de cuentos tradicionales que tienen la estructura europea, pero ya se han “vestido” y pinta- do con los colores locales. Entre los muchos recopiladores de cuentos tradicionales están don Tomás Carrasquilla (“Por aguas y pedrejones”), Antonio Molina Uribe (“A echar cuentos pues”), Euclides Jaramillo Arango (“Las aventuras del pícaro tío Conejo”), Agustín Jaramillo Londoño (“Cosecha de cuentos”) y José Antonio León Rey (“El pueblo relata”
Para finalizar, un cuento de mi propia cosecha:
“Alienígenas”
Una de las muchas precauciones que se deben tener en el mes de octubre, está relacionada con la necesidad de estar atentos a las invasiones extraterrestres, pues esos entes no desperdician la oportunidad de apoderarse de nuestro planeta.
Las criaturas interplanetarias aprovechan la ocasión para mezclarse con las multitudes de niños que se transforman en hadas, duendes, vaqueros, bomberos, superhéroes, piratas, dráculas, brujas, ogros, vampiros, criaturas del terror, y…
¡Alienígenas!
Mis hermanos y yo fuimos testigos de uno de esos episodios durante una expedición de pesca nocturna al río Calandaima, que afortunadamente, y para suerte del planeta Tierra, culminó con la derrota de los invasores extraterrestres, gracias a los fieles perros Titán y Guaré —cuyo nombre significa amigo en lengua wayú de la Guajira—.
—Les voy a enseñar a hacer una linterna de pesca— nos dijo Lucho Tovar, el cuidandero de la finca El Caracolí, mostrándonos los materiales: un pedazo de alambre delgado, que él llamaba alambre dulce, una puntilla de una pulgada, un martillo y un tarrito de lata mediano, como los de avena Quaker.
Cada uno tuvo que hacerle dos huequitos al tarro, uno arriba y otro abajo sobre la misma línea, para pasar el alambre y amarrarlo formando un asa, a manera de manija para sostener horizontalmente el tarrito. Luego, con el martillo y la puntilla le hicimos varios huecos en la base.
—Estos roticos son para que la llama respire cuando pase el aire y no se apague la velita que le vamos a poner para que ilumine por donde vamos— murmuraba mientras pegaba con parafina derretida un pedacito del cabito de vela cerca de la boca del tarro. Cuando por fin llegó la noche, emprendimos camino rumbo al río, acompañados por los perros:
—¡Cúchito Titán, cúchito Guaré!— y cada uno de nosotros llevaba su linterna encendida, que era necesario mantener bajita cuando llegábamos a la orilla del agua, en perfecto silencio, mientras Lucho nos daba instrucciones:
—Hay que mirar con cuidado, porque los pescados duermen con los ojos abiertos, ¿No ven que ellos no tienen párpados como nosotros? Y además son mu- dos, los únicos que tienen voz son los chichudos, unos bagres pequeñitos, que cuando los sacan del agua roncan de la rabia— nos explicaba antes de iniciar la aventura de pesquería, iluminando los remansos de la orilla.
Íbamos atentos a descifrar en el brillo del agua el cuerpo rechoncho de los dentones, que tienen mandíbulas fuertes y dientes afilados, como de perro chiquito, o la silueta estilizada de las mojarras, buscando sobre todo la que mi papá llamaba tintorera o toro de río, porque tiene colores lindísimos, como un arcoíris tornasolado en la cara, y una giba de grasa como la del ganado cebú.
Cuando localizábamos un pez, Lucho Tovar le daba un machetazo y lo echaba en la mochila, diciendo:
—Para el caldo de mañana por la mañana— y en eso estábamos cuando llegaron los extraterrestres.
El cielo se iluminó de repente y vimos nítidos los grandes caracolíes de la orilla del río, las altas palmas reales, las esbeltas matas de guadua, y hasta el chicalá florecido, lleno de pétalos amarillos que parecían de oro.
Era la luz de un platillo volador que giraba sobre nosotros, zumbando en círculo, con destellos de varios colores, hasta que se detuvo sobre un playón al otro lado del río. Como previendo el peligro, Lucho Tovar susurró:
—Acurrúquense, apaguen las linternas, escondámonos entre las matas— y de inmediato nos ocultamos, paralizados del susto y abrazando los perros, que también temblaban de miedo.
Entonces se abrió una compuerta de la nave y salieron dos alienígenas de piel verde, flaquitos como niños desnutridos.
—No se debían tomar toda la sopa— diría después mi mamá.
Balanceaban sus enormes cabezas de ojos almendrados, y fue cuando supimos a qué venían.
—Si queremos esclavizar este planeta, debemos disfrazarnos como sus habitantes— cuchicheó el que parecía ser el jefe, y extendió uno de sus tres de- dos: emitió una luz verdosa que pasó por encima de nosotros y casi nos orinamos del pavor, pero, afortunadamente subió por el tronco del caracolí, al lado de donde estábamos, y se detuvo en una rama, donde brillaron dos ojos.
—¡Allá hay uno! El indicador molecular me dice que su especie lleva más de 500 millones de años sobre el planeta— exclamó el extraterrestre, diciendo que copiaría su forma para ir a espiar, y vimos cómo su cuerpo fue transformándose poco a poco hasta convertirse en un fara, el mismo chucho o rabipelado, la zarigüeya marsupial, tan odiada por los campesinos por robarse las gallinas.
El extraterrestre transformado se fue corriendo por el camino hacia la casa de la finca, mientras el otro se metía en la nave, cerraba la compuerta y se elevaba hacia las capas superiores de la atmósfera a la velocidad de la luz.
—¡Vámonos para la casa, el doctor Román, la señora Helenita y los otros niños están en peligro de ser esclavizados por los extraterrestres. ¡Hucha Titán!, ¡hucha Guaré! Busquen el runcho— exclamó Lucho, sacándonos de la parálisis en que estábamos, y enviando a los perros tras el rastro del alienígena disfrazado.
Corrimos con el corazón palpitando, pensando en la tragedia que significaría la suplantación de nuestros padres por los seres espaciales.
Al llegar a la casa había un pequeño caos.
—¡Un runcho, un runcho! — gritaba Marina, la hija mayor de Lucho, blandiendo un garrote de guayacán contra el runcho extraterrestre, que se había encaramado en un naranjo, acosado por los perros Titán y Guaré.
—Voy a pegarle un tiro, porque ese desgraciado debe ser el que se me está tragando los gallos de pelea –gritaba mi papá, iluminándolo con la linterna puesta sobre la escopeta Winchester, pero cuando iba a dispararle al brillo de los ojos, fuimos cegados momentáneamente por el resplandor del platillo volador que descendía sobre el naranjo y abría la compuerta para rescatar al extraterrestre transformado en runcho.
—¡Estos terrícolas son muy violentos! ¡Vámonos de este planeta!— exclamó el extraterrestre que recobraba su forma y trepaba cojeando por la plataforma, herido por los garrotazos que Marina le había propinado.
Pasado el peligro, juramos mantener este secreto. Hasta hoy, que lo revelo por ser octubre, y recordando las palabras de mi papá esa noche:
—Si quieren invadirnos y jodernos de verdad, los extraterrestres tendrán que disfrazarse de políticos, ja, ja, ja—.
Y tenía razón.