Edición 19

La formación del homo pedagogicus: Formar a un maestro implica formar a un lector

En la década de los años noventa del siglo pasado, María Eugenia Dubois señalaba en un texto que “el factor olvidado”, en cuanto a lo que atañe a la lectura y a la escritura, su enseñanza y aprendizaje, era justamente la formación del maestro.

La discusión sigue vigente, y por eso es dable actualizar la consideración de que el mismo esfuerzo teórico e investigativo que permitió repensar el quehacer pedagógico para estimular un mejor aprendizaje de los procesos lectoescritores en los niños, es necesario para formar como lectores y escritores a quienes van a desarrollar tales procesos en la escuela. Quizá como ningún otro saber, la lectura y la escritura exigen “el ser para hacer” o “la cualidad de lector y escritor que debe poseer el maestro” (Dubois, 1990, p. 3) 1 .

Si acordamos que leer y escribir son prácticas intelectuales constitutivas de la profesión docente, el vínculo con la cultura escrita es crucial en la formación del homo pedagogicus, en tanto maestro lector. Y no se alude aquí solamente a aquellos maestros de los grados iniciales o a los que enseñan el área de Lenguaje, sino del campo profesional de la enseñanza en tanto actividad de orden simbólico y cultural, vinculada directamente con las prácticas lectoras y escriturales que median la relación con el saber y que caracterizan y diferencian este quehacer pedagógico de otras profesiones.

Desde luego, este vínculo con la cultura escrita implica un proceso lento y prolongado de enculturación académica, pedagógica y disciplinar, mediado por el estudio, la lectura y la escritura. Esto, a su vez, supone una formación que va más allá de la asimilación de una técnica —que muchas veces se cree suplir con cursos de lengua en los primeros semestres de educación superior— por una enculturación sostenida mediante una acción pedagógica orientada hacia varios dominios del lenguaje escrito 2: en su dimensión práctica, esto es, en sus usos para el quehacer social y profesional; en su dimensión epistémica o estructural al desarrollo de la producción académica e investigativa en un área; y en su dimensión estética y literaria, es decir, en sus posibilidades para el desarrollo de la inventiva, la imaginación narrativa, la fantástica, los mundos posibles…

No se trata pues de una profesión que tenga las mismas condiciones de existencia de las demás, pues su núcleo teórico, conceptual, categorial y práctico implican una relación particular con la lectura y la escritura: se forma para una práctica intelectual que exige la reflexión, el espíritu crítico, pero sobre todo, la construcción de saber de forma permanente, mediada por el leer y el escribir. La formación del homo pedagogicus no circunscribe la lectura y la escritura a un espacio-tiempo determinado por una estancia en la universidad, más bien, estos dos procesos se constituyen en competencias y disposiciones propias que distinguen a un maestro entre otros muchos profesionales. Incluso, diremos que la impronta de la profesión está anclada justamente en las condiciones de posibilidad de que leer, escribir y enseñar constituyan, efectivamente, un habitus y un estilo 3.

Ahora bien, a más de dos décadas de situar este asunto del “factor olvidado” ¿qué sucede hoy en Colombia con la formación de los maestros en lectura y escritura? Por supuesto, se ha de reconocer que en lo que va de estas afirmaciones hasta el presente, en el país se han hecho esfuerzos en esa vía, es decir, en cualificar la formación profesional docente en tales dimensiones. Pero este esfuerzo ha estado más centrado en la formación continua por medio de cursos y programas de actualización en ejercicio. Basta recordar cómo hacia finales de la década del noventa, muchas universidades públicas se hicieron cargo de programas a largo plazo, cuyo énfasis fue el desarrollo pedagógico del lenguaje y, en particular, los procesos de lectura y escritura en la escuela. En aquel entonces el Ministerio de Educación (por medio del Fondo Men Icetex) financió programas que desde las universidades públicas se desarrollaron en varias regiones del país, llegando a un importante número de maestros. Además, buena parte de esas experiencias formativas se articularon con la Red Nacional para la Transformación de la Formación Docente en Lenguaje, cuyo largo, pero sugestivo título, da cuenta de esa preocupación central.

Dicha red, conformada en 1994, se mantiene vigente hasta hoy en el país y en ella se convocan, mes a mes, y año tras año, grupos de maestros de educación inicial, primaria, secundaria y media vocacional, así como investigadores y profesores universitarios de varias regiones del país, para proponer, discutir, investigar, sistematizar, compartir, articular y reinventar las pedagogías de la lectura y la escritura en la escuela y de cualificarlas en los propios docentes 4 , así como para redimensionar el lugar del lenguaje tanto en la construcción de los saberes escolares, como en la formación de subjetividades políticas que conllevan una ciudadanía activa, propositiva y crítica.

De manera más reciente, desde 2006, pero vinculada con la corrientes investigativas de Alfabetización académica y Escritura a través del currículo, que se centran en la dimensión epistémica y cognitiva del lenguaje escrito en la formación profesional específica, la Red de lectura y escritura en la educación superior en Colombia, Redlees, promueve la investigación y el desarrollo de experiencias y políticas en este ámbito, para todas las carreras y profesiones universitarias. La preocupación allí es también pedagógica, puesto que se intercambian y sistematizan experiencias y se discuten tendencias y enfoques teóricos de enseñanza de la lectura y la escritura que subyacen a las propuestas curriculares. Si bien Redlees no se ocupa en particular de la formación profesional docente, su mención es importante puesto que permite poner de relieve cómo el problema de la lectura y la escritura en el país está siendo discutido desde diversos espacios de la academia universitaria.

Mientras esto sucede en el campo pedagógico e investigativo de la lectura y la escritura en los últimos veinte años, en ese mismo trayecto la profesión docente y la formación inicial han estado en un “vaivén sin hamaca”, por cuenta de las disposiciones políticas al respecto. Verbigracia, desde la Ley General de Educación, promulgada en 1994, en la cual se reconocía la profesionalidad del maestro o educador, asistimos hace ya más de una década a un nuevo régimen: profesionales de otros campos y disciplinas han ingresado al sistema educativo bajo el influjo del nuevo estatuto, en el que se desplaza la profesión de maestro y aparece la ‘función docente’. En cuanto a la formación inicial de maestros, en algo más de una década también se ha pasado de redefinir de maneras distintas e, incluso, contradictorias, las características específicas de los programas en Educación, en la perspectiva de la obtención de la Acreditación. No negamos que se deba discutir y actualizar unas mínimas exigencias de calidad a estos programas, pero la cuestión aquí es su pertinencia, aplicación y evaluación a largo plazo, así como también las condiciones que genera el mismo Estado para proveer de recursos a las universidades estatales en la vía de poder dar cumplimiento a tales requerimientos 5.

Paradójicamente, tales reformas antes que situar en el centro de las preocupaciones la apropiación de saberes y prácticas en torno a la lectura y la escritura como piedras angulares de la formación profesional docente y al desarrollo mismo de la cultura escolar, han desplazado la discusión hacia la pregunta misma de si es necesario formarse como maestro. Como vemos, la respuesta estatal es clara al respecto: No es necesario, y cualquier profesional puede ejercer esa labor una vez haya hecho un curso que versa generalmente sobre temas de currículo, evaluación y aprendizaje; asuntos que efectivamente le competen al ejercicio docente, pero que no abarcan la formación humanística y pedagógica requerida. En este orden, sostenemos, que el dominio de la gramática del saber enseñar es condición necesaria, pero no suficiente para ser maestro, toda vez que no solo enseñamos “algo” (un objeto de conocimiento) en la escuela, sino que lo enseñamos en una perspectiva educativa y con determinados fines formativos que van dirigidos siempre a “otros”.

Así pues, la enculturación académica, pedagógica y disciplinar que sostenemos como determinante para ejercer como maestro, incluye también un complejo de discursos teóricos provenientes de las Humanidades y de la misma Pedagogía en torno al ser humano, su existencia y su devenir cultural, y su inserción en una trama social, política, económica e histórica que es necesario comprender.

De esta manera, el maestro —en tanto homo pedagogicus— y su oficio, están indefectiblemente vinculados con su capacidad para desplegar una lógica de la reflexión muy particular. Lógica que se gana con la apropiación de la cultura escrita, con las prácticas del leer y el escribir para el estudio de la Pedagogía y de áreas afines a lo social y a lo humano, además de la apropiación y dominio de un saber disciplinar específico. Es esto, lo que le permite al maestro empezar a valorar, analizar, interrogar, proponer y desplegar alternativas de acción pedagógica para la escuela y para la sociedad.

Dicha perspectiva que defendemos supone una vuelta a la educación liberal y no solo utilitarista, a la manera en que Gadamer (1999, p. 98) lo sugiere cuando sostiene que para educarse es necesario el desarrollo de una actitud o “sensibilidad para lo que uno debe saber y para lo que uno desea saber”, lo cual implica una conversación con los textos de la cultura como realización plena en el lenguaje: salir de la morada para regresar transformados a ella. En ese marco, aparece la figura del estudio de grandes pensadores, junto a la lectura de obras literarias: “Este tipo de formación es hoy especialmente necesario en las universidades, pues los medios de masas lo dominan todo y tienen efectos ensordecedores mientras que en los planes de estudios y de preparación profesional de las universidades las especializaciones van en aumento, a despecho del nombre de “universidad” (Gadamer, 1999, p. 99).

Para el caso que nos ocupa es precisamente esta cultura pedagógica y humanística la que ha quedado rezagada en la formación de maestros, no solo porque hoy se acepte de plano que cualquier profesional, en unas condiciones de existencia general, puede ejercer en el campo educativo, o de que se trate de prescribir unas competencias específicas (“enseñar, formar y evaluar”) al margen de la discusión central de lo que sería un proceso de enculturación necesario para desarrollarlas. El asunto es que también está excluida de la formación inicial, pues no pocos programas curriculares de licenciatura en el país han abdicado del estudio de la Pedagogía y de las Humanidades y del cultivo de la lectura y escritura como ejes estructurales y estructurantes de esta formación.

Así, muchas de las prácticas de lectura y escritura se reducen a leer fragmentos de textos o solo fuentes secundarias (en tanto “los estudiantes ya no leen, no comprenden, ya no quieren leer, les interesa más las tecnologías”) y a escribir apuntes, resúmenes o ensayos como el cumplimiento efectivo de una tarea (Rincón y Pérez, 2013; García Vera, 2011) y no como prácticas que estructuran el discurso y ponen en escena el pensamiento, y como ventanas hacia una acción educativa reflexiva que abre las puertas de la experiencia en investigación. Ante este panorama se ha de señalar que es perentorio que los docentes en formación también progresen intelectualmente por medio de grupos de estudio, o de acuerdo con las dinámicas propias de los proyectos investigativos de sus propios formadores.

Es perentorio que los docentes en formación también progresen intelectualmente por medio de grupos de estudio

Sin embargo, hoy, precisamente, cuando más tendríamos que sedimentar la relación con el saber mediada por la lectura y el estudio a la manera de otro camino posible, entre tanta uniformidad, se escucha a los formadores de maestros y a los maestros mismos y a la institución educativa “sucumbir ante la tentación de corear con otros la cesación de la tradición, de intentar competir con los medios de información” (Bustamante, G. 2013, p. 138) 6 .

Sí. Se trata aquí de esa misma “nostalgia conservadora” como la que Emilia Ferreiro (2002) alude al situar entre el pasado y el futuro los verbos leer y escribir en un mundo cambiante. Ese mundo que se nos anuncia con “nuevas lecturas” y “nuevas escrituras” mediáticas 7 . En ella, Ferreiro interpela a su audiencia y sostiene que mientras algunos viajan por autopistas virtuales, otros no han logrado siquiera la alfabetización básica, menos aún alcanzan la alfabetización plena: aquella que nos permite ser usuarios activos de la cultura escrita mediante el vínculo con el libro, o mejor, con lo contenido en este. Entonces, imagina la siguiente escena:

Para que este acontecimiento sea posible en la escuela, necesitaríamos también poder imaginamos de nuevo a un profesor que lee apasionadamente un libro —por ejemplo, un clásico de la Literatura o de la Pedagogía o de las Humanidades o de su área disciplinar específica— a sus estudiantes, futuros maestros, que han optado formarse para educar a otros. Les ayuda mediante una enseñanza estimulante e incisiva a buscar las claves de aquello que él mismo desea que encuentren. Lee con ellos en el aula, lee en voz alta, invita a compartir y a discutir las interpretaciones creando así una comunidad de estudio y una comunidad de lectores… Entonces, quizás, sí podríamos recrear de nuevo ese vínculo con la tradición escrita, constitutiva del oficio de maestro, de este homo pedagogicus, en tanto nadie puede ofrecer aquello que no tiene o no le han prodigado.

Había una vez un niño… que estaba con un adulto… y el adulto tenía un libro… y el adulto leía. Y el niño fascinado, escuchaba
cómo la lengua oral se hace lengua escrita. La fascinación del lugar preciso donde lo conocido se hace desconocido. El punto exacto para asumir el desafío de conocer y crecer” (Ferreiro, E., 2002, p. 64).

 

Referencias
  1. El contexto de tales afirmaciones tenía que ver con los hallazgos de una investigación en la que Dubois estudió las estrategias de lectura de unos grupos de estudiantes de Educación y de Letras (en Buenos Aires y Mérida). Se indagaba allí a través de las preguntas por hábitos de lectura, problemas de comprensión, autoevaluación y autorregulación de la lectura, entre otros aspectos. La conclusión es contundente: “esos alumnos tenían conocimiento sobre lectoescritura, pero estaban lejos de ser lectores” (p. 4)
  2. A la manera en que lo propone Liliana Tolchinsky (1990).
3. El concepto es un símil del homo academicus de Pierre Bourdieu, pero retoma principalmente la tesis del profesor Ávila (2007) en cuanto que “Solo una persona cultivada en y por la cultura pedagógica puede llegar a desarrollar esa actitud del espíritu que permite distinguir a un pedagogo entre mil profesionales: el estilo pedagógico. Algo más que su identidad profesional. Una cierta predisposición para reaccionar a la manera pedagógica. Si el estilo es el hombre [en el sentido general de la especie humana], el estilo pedagógico es el aire de distinción de un pedagogo” (p. 21).
  1. Cfr. “Red Latinoamericana para la Transformación de la formación Docente en Lenguaje” [en línea: http://www.redlenguaje. com/]
  2. La respuesta estatal frente a la necesidad del financiamiento de las instituciones públicas formadoras de maestros es cada vez más exigua y se acentúa el problema de la formación docente como un asunto que le compete de manera individual al sujeto maestro y no como un problema estructural a un proyecto de nación en el que es notable que la educación sigue estando rezagada a la contingencia de las decisiones de los gobiernos de turno, y a la ausencia de un sistema nacional de formación de docentes.
  3. Confundiendo, de manera evidente, las tecnologías con la cultura que las ha hecho posible (Narvaéz, 2013). Hoy se proponen nuevas alfabetizaciones, pasando por alto que el dominio de las TIC requiere antes del dominio y el acceso a la cultura alfabética, y que lo que denominamos “libro” —que hoy tiene otras sustancias expresivas a través de la pantalla del computador— es solo un soporte material de la cultura escrita alfabética.
    
    7. Curiosamente la renuncia a cierta nostalgia por la tradición y por su eje letrado la promueven muchos académicos e intelectuales quienes portan una relación con la misma, la que les ha permitido ser lo que son.

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