En una ocasión, leí que digitalizar la escuela no era tecnificar las aulas, sino escolarizar las tecnologías. Desde entonces, esta frase me ha dado mucho que pensar, porque “escolarizar las tecnologías” es, desde luego, mucho más que distribuir libros de texto en un formato que cueste 1.000 en vez de 100. Escolarizar las tecnologías abarca el reto de trasladar al entorno educativo todo lo que éstas han hecho y están haciendo con nuestro mundo “real”. Un mundo que, gracias a Internet —y ahora, al metaverso educativo, el Educaverso— se ha convertido en un medio líquido, interconectado, internacional, global, abierto las 24 horas del día de los 365 días al año, sin barreras, en el que disponemos de multitud de productos y servicios personalizados más allá de temporadas, tallas o dinámicas tradicionales; en el que la inmediatez y la gratuidad son una expectativa asumible a la hora de encontrar información; en el que podemos acceder a productos audiovisuales cuando y donde queremos; en el que la publicidad online segmenta nuestros gustos y preferencias en función de nuestros hábitos y surgen nuevos conceptos y perfiles como el del “prosumidor” (productor- consumidor) en un entorno de participación y co-creación.
Escolarizar las tecnologías es un concepto que va, incluso, más allá de las TIC (tecnologías de la Información y la comunicación), sino que alude, evoca y provoca reacciones en torno a todos los conocimientos y recursos que existen a nuestro alrededor de disciplinas como la arquitectura, la neurociencia, la psicología y el big-data… Significa, en definitiva, no dar la espalda al ingente conocimiento existente del que disponemos y atrevernos a aplicarlo en un sector cuyo formato sigue anclado en la apariencia, procesos y organización del mundo para el que fue creado allá en el siglo XIX, un tiempo y lugar que ya no existe, en el que, por no haber, no había ni luz ni agua corriente en las casas ni, por supuesto, coches, aviones, teléfonos, ni Internet…
Escolarizar las tecnologías abarca el reto de trasladar al entorno educativo todo lo que éstas han hecho y están haciendo con nuestro mundo “real”.
Mi intención aquí no es ofrecer un manual de uso y aplicación de las tecnologías en el aula, por otro lado, incompatible con la rapidez con que se suceden, sino aportar cierta luz sobre la oportunidad inmejorable que tenemos de mejorar la situación actual gracias a ellas. Más que una lección, pretendo una provocación; más que respuestas, pretendo suscitar preguntas que están avaladas por evidencias científicas. En realidad, una sola pregunta basta: “¿Y por qué no?”:
¿Por qué no permitir agrupaciones flexibles de alumnos de diferentes edades, pero con talentos e intereses comunes para profundizar en determinados campos de aprendizaje?
¿Por qué no convertir los datos generados por el propio alumno en una autoevaluación de sus competencias y validar con Inteligencia Artificial los itinerarios que pudieran reforzar su rendimiento?
¿Por qué no acortar o modificar las vacaciones de verano que perjudican la evolución de los chicos y chicas y trastocan la vida de los padres y madres, cuyos periodos de descanso laboral son cada vez más flexibles y se parecen menos al calendario escolar y acompañarse de un curriculum itinerante e híbrido compartido por varios colegios?
¿Por qué no derribar las paredes de las aulas y crear espacios de diferentes dimensiones y usos en función de las necesidades de cada momento? Espacios que se ajusten mejor a un mundo que exige apertura y agilidad y que pudieran replicarse con total seguridad en el metaverso educativo, el educaverso, de manera que los alumnos pudieran actuar con objetos que en la presencialidad resultarían potencialmente peligrosos y/o poco sostenibles.
¿Por qué no compaginar lo presencial con lo virtual, como ya está sucediendo en todos los ámbitos de la actividad humana?
¿Por qué no aprovechar que los contenidos están accesibles a través de múltiples plataformas para dar la oportunidad a los profesores de ser verdaderos “acompañantes” de los alumnos en lugar de meros transmisores de conocimiento?
¿Por qué no cuestionar el absurdo horario propio de una cadena de montaje con rotación de actividad cada 45 o 60 minutos, zarandeados por una campana, que hace que los alumnos tengan que interrumpir lo que están haciendo —conversaciones y confidencias incluidas, es decir, vínculo y comunidad, ahora que tanto necesitamos de su “engagement”— para iniciar una actividad completamente distinta y previamente determinada cinco o seis veces al día?
¿Por qué cada “curso” académico debe tener 176 días lectivos al año y un itinerario secuencial?
¿Por qué no… pensar en los niños y permitir agrupaciones flexibles, en proyectos itinerantes, en… se me ocurren, como a vosotros, educadores, mil cosas para darles la oportunidad de que, durante el periodo OBLIGADO de escolarización aprendan mucho más sobre quiénes son, cuáles son sus talentos, sus pasiones y sus limitaciones desde un punto de vista global, de manera que aprendan, por encima de todo, a gestionar sus propios recursos para un futuro y un presente cambiante y les permita disfrutar de su aprendizaje?
¿Por qué cada “curso” académico debe tener 176 días lectivos al año y un itinerario secuencial?
El verdadero problema de estas imposiciones es la innecesaria violencia y la terrible sensación de indefensión que generan. El único argumento que las sostiene -y esto sé que no me va a hacer muy popular entre parte de los adultos que gestionan la Educación- es el statu quo que salvaguarda los derechos adquiridos por El Sistema aun a sabiendas de que pueden ir en contra de los padres y de los propios niños, a cuyo servicio estamos —o deberíamos estar— todos los educadores.
Ahora que los colegios se preparan para cerrar sus puertas durante las vacaciones de mitad de año, ahora que queda tan poco para despedirnos de los alumnos, me pregunto cuántos de nosotros aprovecharemos este mes para hacer limpieza, para crear el nido y re-crear la oportunidad de acogida de un nuevo comienzo, de un nuevo encuentro con el porqué y para qué las instituciones educativas hacemos lo que hacemos. Un mes. Eso es todo lo que los colegios tienen, a mitad de año, para ejecutar cualquier cambio, cualquier alteración del lugar en el que habrán de desarrollarse, a diario y durante diez meses, los conocimientos, habilidades, destrezas y emociones de nuestros niños… Si en junio han cerrado por vacaciones, como sucede la mayor parte de las veces, justo habrá dado tiempo para algunos arreglos y reparaciones, pero los niños volverán, sí o sí, exactamente a las mismas aulas a las que asisten durante los quince años que su escolarización les exige. Si los profesores, los educadores, nos vamos “de vacaciones”, nadie se ocupará de que esos cambios se implementen. Es así. Salvo que… nos demos permiso para “re-volver” el colegio y hacer de ello una oportunidad de re-creación de la educación que queremos. Sentar unas bases bien argumentadas desde el punto de vista científico y prototipar soluciones y mejoras posibles. Jugar colegioctivamente a que no todo está dicho y hecho en materia de educación, prototipar los cambios y ajustarlos a nuestras respectivas realidades de los colegios y del aula que deberían ser, por definición, como nuestras casas: todas únicas y diferentes, como sus habitantes.
Las férreas normas que hay que cumplir conducen inexorablemente a la creación de espacios rígidos, clonados. En su continente, las modernas escuelas públicas tienen poco margen de maniobra para proponer arquitecturas cambiantes o, según Yale, tan positivamente inestables. Y lo transfieren también a su contenido, donde nada se ha movido desde hace apenas un siglo: horarios, duración de las clases, introducción de las pausas para el recreo o la comida, distribución del aula, exposición de los trabajos murales en los pasillos, ubicación del profesor durante la clase, de la pizarra… y así hasta donde uno quiera llegar. Porque este mismo esquema se reproduce como un inquietante deja vu en países con culturas, tradiciones y formas de pensar completamente opuestas. ¿Por qué?
Si los autores del experimento sobre los mecanismos del aprendizaje están en lo cierto solo puede ser para anular el mecanismo aprendiz de nuestros niños y adolescentes. De este modo, se le facilita la entrada a su alter ego más perverso, el adoctrinamiento (precisamente el lugar de no-libertad que les hará terriblemente vulnerables para el mundo que viene).
Julio, casi siempre, es sinónimo del regreso de vacaciones (a las mismas aulas). Nuestro modelo de educación vive un eterno tiempo del que no mostramos intención de escapar. Defendemos con vehemencia que es importante “pensar antes de actuar” y “actuar para progresar” pero difícilmente lo conseguiremos hacer en Educación si ocupamos todo nuestro tiempo “haciendo” lo urgente sin pensar en lo importante.
¿No sería mejor que en vez de vuelta al colegio empezáramos entre todos a plantearnos cómo darle la vuelta por completo al modelo de colegio? De este modo, introduciendo la posibilidad de que ocurra lo inesperado, lo inestable, podremos potenciar el sentido académico de espacios de aprendizaje.
Nuestro modelo de educación vive un eterno tiempo del que no mostramos intención de escapar.
La verdad es que mientras escribo estas líneas tampoco se me escapa el triste paralelismo entre los debates educativos con los que se distrae a nuestra sociedad y esa interminable “operación retorno” que también entristece solo de oírla. Hemos conseguido que adultos y niños compartan el mismo desencanto al concluir su período de vacaciones y tener que volver a la rutina.
Pensándolo bien y después de todo, quizás no sea tan descabellado re-volver el colegio, dejarlo tal cual está para que sean los niños los que pongan las cosas en su lugar, aquel que ellos quieren y necesitan.
Con esto no estoy sugiriendo ni mucho menos (me temo que salten voces en ese sentido) que haya que plegar el modelo educativo al entretenimiento. No es eso, sino todo lo contrario, precisamente: estimular las ganas de aprender recreándonos en los espacios y las posibilidades en los usos de los mismos para así tener alumnos más y mejor dispuestos, mejor atentos y más implicados. No es una tarea que le corresponda en exclusiva al profesor en la preparación de su clase sino que esta debe de beber del necesario diálogo entre todo tipo de creadores, pedagogos, técnicos y niños. El propio entorno físico también provoca aprendizajes y cualquier modificación del mismo invoca una pregunta fundamental, la pregunta con la que los seres humanos emprendemos el camino hacia las más extraordinarias quimeras y logros de la humanidad: “¿para qué hago esto? ¿Qué quiero lograr? ¿Cuál es mi horizonte?”.
Solamente por eso, por la oportunidad de preguntarnos “para qué educamos”, merecería la pena revolver un poco el colegio y hacerlo, en cualquier caso, con todas las herramientas y tecnologías disponibles en “el mundo real”, ese que casi siempre está fuera del colegio. Sí, es tiempo de escolarizar las tecnologías en pie de acción, de ¡EducAcción! RM