Era un hombre alto –en la infancia los adultos son una suerte de gigantes para todo niño–, originario del Tolima, lo recuerdo siempre vestido impecablemente con trajes elegantes, camisas de almidonados cuellos blanquísimos, corbatas de seda y zapatos muy bien lustrados. Rodeado siempre de una fragancia de fresca loción de Agua de Colonia, cuando hablaba de los clásicos de la literatura mantenía su acento regional.
Hago memoria y vuelvo a los años en que el colegio era para mí un espacio más de sufrimiento que de alegría, pues yo tengo un defecto visual –un estrabismo divergente del ojo izquierdo– que me dificultaba calcular adecuadamente las distancias para agarrar cualquier objeto y eso significaba la casi total incapacidad deportiva para dominar en béisbol la captura de una bola, o encestar con una pelota de básquet o patear un balón de fútbol. Por esa razón mi refugio era la biblioteca. Allí encontré un espacio para que la imaginación volara con las alas de los libros, que son sus páginas abiertas.
El profesor Aramendiz había institucionalizado una tarea que para mí se convirtió en una especie de ritual, pues bajo el título genérico de Trabajo de composición: contar qué hice en vacaciones yo tenía lo que consideraba una compensación a mi incompetencia atlética en los diversos campos de juego del colegio, ya que algunos de mis compañeros – que eran excelentes deportistasentraban en profunda angustia cuando se trataba de escribir, que era lo que a mí me gustaba.
Yo tenía entendido que en esos tiempos las secretarias, los periodistas y los detectives llevaban una pequeña libreta en la cual tomaban notas de los casos que investigaban, algo así como los datos generales de primera mano, que después estructuraban una historia.
Registrar frases con rapidez era una especie de arte secreto, solo para iniciados como mi tía Gilmita Campos, quien dominaba la taquigrafía y era maravilloso ponerle retos como dictarle frases rápidamente para tratar de hacer que se equivocara; le decíamos por ejemplo: ayer salí del colegio muy cansado porque en la clase de gimnasia nos hicieron correr como caballos y ella tomaba nota en una libreta de papel verde con líneas rojas y garabateaba una serie de signos, ilegibles para nosotros, que parecían escritos en árabe y que después, con aire triunfal leía repitiendo con exactitud: ayer salí del colegio muy cansado porque en la clase de gimnasia nos hicieron correr como caballos.
Pues yo, sin dominar el arte de la taquigrafía monté un pequeño negocio literario en el cual los principales clientes eran los estudiantes que no querían, o no podían, conectar palabras para escribir un texto para la famosa Composición. La cosa era sencilla y a la manera de un periodista hacía las preguntas claves:
- ¿Dónde sucedieron los hechos? Respuesta: en una pequeña finca en tierra caliente, cerca del pueblito de Villeta.
- ¿Quiénes estaban presentes? Respuesta: mi papá, mi mamá, mi hermanito, mi hermanita, la señora que nos ayuda en la cocina y yo.
- ¿Qué hacían en ese lugar? Respuesta: nos bañábamos en un río pequeñito que pasaba por allí.
- ¿Había árboles? Respuesta: sí, un naranjo contres fruticas y un mango en cosecha.
- ¿Había animales? Respuesta: un perrito flaco, un gato que dormía todo el día y un burrito que cargaba leña.
A partir de las preguntas y con esa información como materia prima, desarrollaba una composición complementada con dos ingredientes que aprendí a encontrar en la biblioteca del colegio: información e imaginación que volaba desbordada con las alas de los libros. Como era un asiduo lector de la Enciclopedia Barsa, una colección de numerosos tomos de lomo rojo, donde estaba el conocimiento del mundo en orden alfabético, yo tenía la firme convicción de que si era capaz de leerla toda, sin duda tendría la posibilidad de hablar de cualquier tema, literalmente desde la A de Amazonas hasta la Z de zorro, Zapata y zaguán.
Con esos antecedentes la pequeña finca de tierra caliente se convertía en la misteriosa zona tropical, ubicada entre el trópico de Cáncer y el trópico de Capricornio; el pequeño río se transformaba en el gran Amazonas; los dos arbolitos eran la selva tropical lluviosa; y los animales presentes eran ni más ni menos que la fauna amazónica.
La redacción quedaba así, con la salvedad de algunas reiteraciones propias de la ausencia de un estilo literario:
En estas vacaciones fuimos al gran río Amazonas con mi papá, mi mamá, mi hermanito, mi hermanita, la señora que nos ayuda en la cocina y yo. Llegamos al puerto de Leticia y nos subimos en una canoa mi papá, mi mamá, mi hermanito, mi hermanita, la señora que nos ayuda en la cocina y yo. Empezamos a remar y muy pronto estuvimos en esa inmensa extensión de agua que el conquistador Don Francisco de Orellana creyó que era un mar hasta que le dijo a uno de sus marineros:
* “Probad el agua” y el hombre arrojó un balde amarrado con un lazo, lo sacó lleno y con un cucharón de palo se sirvió en una copa española. La saboreó y exclamó:
* “¡Está dulce, Capitán!”
* “¡Entonces este no es un mar sino un río!”, exclamó el conquistador.
Luego los atacaron unas mujeres guerreras que se les parecieron a las amazonas de la antigua Grecia, y por eso lo llamaron la mar dulce o gran río de las Amazonas.
Estábamos en medio de tanta agua que por ningún lado se veía la silueta de las selvas en las orillas, cuando el agua alrededor de la canoa empezó a agitarse y salió el gran caimán negro del Amazonas, que era grandísimo como del largo de media cancha de básquet, pues yo sabía que los reptiles pueden crecer casi indefinidamente mientras tengan comida y como era grandísimo, con su cola partió la canoa y estábamos ahogándonos mi papá, mi mamá, mi hermanito, mi hermanita, la señora que nos ayuda en la cocina y yo, cuando a mí se me ocurrió quitarme el cinturón en medio del agua, sin pensar ni siquiera en que se me cayeran los pantalones, porque lo que hice fue amarrar la boca del caimán y me le monté encima. Yo era como uno de esos jinetes del lejano Oeste americano montando un potro salvaje y el caimán brincaba y saltaba del agua y como yo había visto el mapa del río sabía que habíamos pasado por Iquitos, Caballococha, Santa Rosa de Yavarí, Puerto Nariño, Tabatinga, Manaos y Belem do Pará, hasta llegar a la gran isla de Marajó en el delta del río donde su corriente entra al mar llevando tanta agua dulce que se mete cien kilómetros dentro del agua salada, y cuando llegamos allí, al puro borde del océano Atlántico, el caimán ya estaba mansito y yo pude volver con él y rescatar a mi papá, mi mamá, mi hermanito, mi hermanita, la señora que nos ayuda en la cocina y yo, que pasé unas deliciosas vacaciones en el Amazonas.
Y como yo tenía tantos compañeros que eran buenos deportistas pero negados para escribir, tuve que inventar muchas historias para las composiciones de las vacaciones, de manera que los niños de ese curso viajaron ese año al desierto de Gobi en Asia, que recorrieron montados en dromedarios de dos jorobas, porque los que fueron al Sahara montaron en camellos de una sola joroba; otros fueron a explorar el Polo Norte y el Polo Sur. Algunos fueron en busca de naufragios en las cataratas del Niágara y en las de Iguazú, y hasta tesoros de piratas en los arrecifes del Mar Caribe. Eran tantos los que me pedían escribir redacciones, que tuve que enviar algunos a formidables viajes interplanetarios en Marte, Venus, Saturno, Urano Neptuno y Plutón, en los extremos de nuestro sistema solar.
Lo que yo jamás descubrí fue que muy pronto el profesor Aramendiz descubrió que el autor de todas esas composiciones era el mismo niño de imaginación desbordada, en otras palabras, él sabía que yo no sabía que él sabía y ahí fue donde yo pude evidenciar el poder de los maestros en su real dimensión.
Lo digo porque el profesor Aramendiz habría podido aparecer muy serio en la puerta del salón, imponiendo silencio solamente con su figura, pues los estudiantes tienen un sentido especial para detectar el estado de ánimo del maestro: boca rígida, tres líneas horizontales en la frente, dos líneas verticales en el entrecejo son suficientes para que los estudiantes interpreten el mensaje sin palabras: el profe está furioso y todos ocupan su pupitre sin musitar palabra alguna.
Mi maestro de español y literatura podría haber llegado con todas las tareas que yo le había hecho a mis compañeros, ponerlas encima del escritorio y golpearlo de un manotazo exclamando con un fuerte grito:
- “¡Trampaaaaaaaa…!”
- Los papeles con las composiciones volarían en un remolino para descender nuevamente, en cámara lenta, mientras el profesor Aramendiz decía:
- “¡Román, pase al frente!
Y en medio del silencio helado del salón solo se escucharían mis pasos temblorosos, mis rodillas claqueantes y yo quedaría en vergüenza delante de mis compañeros mientras el profesor profería su veredicto:
- “¡He descubierto que usted hace trampa porque le hace las tareas a sus compañeros, y ya varios confesaron que le pagan cincuenta centavos por cada composición. Queda castigado con matrícula condicional hasta que vengan sus padres a responder, porque lo vamos a expulsar del colegio!”.
Pero el profesor Aramendiz no dijo nada. No hubo castigo ni sanción, no hubo condena ni humillación pública.
Hoy, al cabo del tiempo, ahora que soy escritor, pienso que acaso el maestro pensó ese niño del ojo estrábico, que tiene pocos amigos pero mucha imaginación y es un asiduo visitante de la biblioteca, tiene la semilla de la literatura, acaso como una compensación a sus carencias en el deporte. Merece ser apoyado.
Ese es el mayor agradecimiento que le puedo dar a un docente como él, porque el verdadero maestro es ese ser humano que es capaz de descubrir en sus estudiantes lo que el sicólogo Howard Gardner llama las inteligencias múltiples, que no son otra cosa que los talentos con los cuales llegamos a la vida y que a veces en una educación que tiende a tratar a todos los niños como a-lumnos (seres ausentes de luz) y a nivelarlos a todos a la fuerza, a base de estándares impuestos, negando la expresión a quienes se salen de la norma, a los que son diferentes.
En este mes del maestro me gustaría decirle a los docentes que les agradezco de corazón el hecho de ser capaces de demostrar su verdadero poder protegiendo esas semillas de creatividad y talento que existen en todos los niños y que los maestros saben detectar, porque ese fue mi caso. Si con otro profesor hubiese llegado el castigo, seguramente yo jamás me habría atrevido a poner un lápiz sobre una hoja en blanco porque la autocensura y el miedo a la condena me habrían maniatado.
Por eso pienso y ya para concluir este manojo de recuerdos escolares, que si me fuera permitido retroceder el tiempo, mi consejo para mi mismo en el colegio sería buscar al profesor Aramendiz para agradecerle su generosidad –que cuando era niño por mi timidez no supe reconocer- porque él guardó mi secreto y sin que yo me diera cuenta, me recomendó lecturas, me sugirió seguir amando los libros, mantener en cuadernos y libretas todas las ideas que se me ocurrieran y especialmente me dio un consejo que he llevado siempre en mi corazón: nunca, jamás, tenga miedo a la imaginación jovencito, porque cada vez que uno abre un libro, es como si abriera la puerta hacia universos donde cualquier cosa puede pasar. En eso consiste la Literatura.