Somos seres de transformación y no de adaptación.
Paulo Freire. 1997. p.10
“La educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable. También mediante la educación decidimos si amamos a nuestros hijos lo bastante como para no arrojarlos de nuestro mundo y librarlos a sus propios recursos, ni quitarles de las manos la oportunidad de emprender algo nuevo, algo que nosotros no imaginamos, lo bastante como para prepararlos con tiempo para la tarea de renovar un mundo común.”
Hannah Arendt. 1996. p.208
Es un buen momento para la escuela. Nunca como hasta ahora hubo tanto interés social por la educación, ni tanto conocimiento sobre los procesos de aprendizaje y enseñanza. Nunca como hasta ahora habíamos tenido a nuestra disposición tantos buenos ejemplos de escuelas y docentes haciendo buenas cosas, bien hechas. Tantas esperanzas practicables e inspiraciones alcanzables (Coto, 2016). Es un buen momento para reimaginar la escuela (Aragay, 2017), para trabajar por la escuela que queremos (Fullan y Hargreaves, 1996).
Tenemos una oportunidad para superar las maneras de enseñar que eran efectivas sólo para unos pocos y que dejaban fuera y excluían a muchos estudiantes. Es un buen momento para trabajar por una educación y una escuela diferente.
Es un buen momento para trabajar por la escuela que necesitamos (Eisner, 2002), aquella que no deja a nadie atrás. Una escuela comprometida en garantizar el derecho a aprender de todos. Que tiene como principio rector la idea de que “todos piensan y todos pueden” (Frigerio, 2005) y mantiene altas expectativas hacia todos sus estudiantes. Una escuela que entiende que educar es ante todo “negarse a distribuir las vidas en distintas orillas”. Una escuela que no sólo trata de disminuir la severidad de las desigualdades sociales, sino también de cambiar las condiciones que crean estas desigualdades (Apple y Beane, 2012).
La escuela que necesitamos es también aquella que nos permite movilizar los conocimientos adquiridos para entender el mundo y poder actuar sobre él. Que nos ayuda a dar respuesta e intervenir de la manera más apropiada posible con respecto a los problemas que nos va a deparar la vida. Aquella que nos ayuda a construir nuestro proyecto vital y a encontrar nuestro camino en nuestra cultura (Bruner, 1997).
La escuela que necesitamos no puede, por tanto, quedarse sólo en la enseñanza y aprendizaje de contenidos disciplinares 1. Tampoco como mero vehículo de transmisión de las habilidades básicas para ganarse la vida (Bruner, 1997). Decía Freire (1997, p.78) que “esperar a que la enseñanza de los contenidos, en sí misma, provoque mañana la inteligencia radical de la realidad, es asumir una posición espontaneista y no crítica. Es caer en la comprensión mágica del contenido, atribuyéndole una fuerza crítica por sí mismo.”
La escuela que necesitamos busca ante todo formar intérpretes críticos que se planteen preguntas como éstas: ¿Quién dijo esto? ¿Por qué lo dijeron? ¿Por qué deberíamos creerlo? Y ¿Quién se beneficia de que lo creamos y nos guiemos por ello? (Apple y Beane, 2012, p. 31).
La escuela que necesitamos es aquella que asume que aprender hoy, no es tanto apropiarse de la verdad como dialogar con la incertidumbre. Que entiende que es necesario aprender a navegar en un océano de incertidumbres a través de archipiélagos de certeza (Morin, 1997). Es aquella que defiende que educar es desarrollar en los otros la habilidad para tomar decisiones en ausencia de reglas (Eisner, 2002) y que lucha por dotar a todos y cada uno de sus estudiantes de la “capacidad de asumir su realidad, reflexionar críticamente sobre ella y decidir con autonomía intelectual” (Mella Garay, 2003, p.113). La escuela que necesitamos es aquella que centra sus esfuerzos en una educación para la decisión, para la ruptura, para la elección y para la ética (Freire. 1997. p.36).
La escuela que necesitamos tiene naturaleza paradójica. Debe transmitir unos valores y una cultura heredada y, al mismo tiempo, transformar esa misma sociedad, con sus valores y su cultura. A la escuela le pedimos que sea un lugar de cambio y transformación, pero también de conservación y transmisión. Que vele por el pasado y que construya el futuro. Le pedimos que eduque para la incertidumbre, pero le exigimos que lo haga con certezas. Que prepare para adaptarse a la vida, pero también para enfrentarse y cambiar la vida que nos viene dada.
Y aunque pueda parecer que se trata de una paradoja nueva, propia de nuestra época líquida y desbocada, realmente no es así. Es la vieja tensión, nunca resuelta del todo, entre dos maneras casi opuestas de entender los fines de la escuela, de entender la profesión docente y de organizar el currículo escolar. Un currículo, no lo olvidemos, que siempre es “una determinada manera de entender el pasado y de promover una particular visión del futuro […] Un currículo que expresa simultáneamente un legado del pasado y aspiraciones e intereses para el futuro” (Williamson, 2019, p.12). Un currículo que lleva en su esencia esa misma disyuntiva.
Que no sea nueva no le resta complejidad. No es fácil salir de esta paradoja, como tampoco es fácil desenmascarar otras dicotomías a las que tan acostumbrados nos tiene el mundo educativo (tradicional vs nuevo; contenido vs competencia; cognición vs emoción; activo vs pasivo; enseñar vs aprender). En realidad, como sostiene Axel Rivas (2019), “no se trata de elegir una postura única: adaptación o transformación […] Necesitamos las dos cosas: sujetos educados para responder a las demandas de su entorno y capaces de reelaborar esas demandas en función de valores superadores que ellos mismos puedan construir en libertad.”
Esta tensión, inherente a la escuela, entre conservar y transformar es la que lleva a Carlos Skliar (2019, p.16) a preguntarse, siguiendo a Arendt (1996), si educar no tendrá entonces “que ver con una cierta forma de amar el mundo lo suficiente como para no dejar que se acabe […] y si educar no tendrá que ver con una cierta forma de amar a los demás lo suficiente como para no librarlos a su propia suerte, a su propio destino en apariencia inconmovible e inmodificable.”
La pregunta entonces no es si necesitamos una escuela adaptativa o una escuela transformadora. La pregunta es cuánto tiene que ver la educación con el amor por el mundo para que éste perdure más allá de nosotros y cuánto tiene que ver con el amor a los demás para que éstos no queden librados a sus propios (y únicos) recursos (Skliar, 2019, p. 18). La pregunta es cómo podemos educar para ofrecer vidas múltiples a la vida singular (Skliar, 2019, p.19); cómo podemos educar para que nadie quede encarcelado en su propia profecía (Frigerio, 2012).
Educar está lejos de ser un proceso técnico. No existe algo así como una educación objetiva. No podemos despojar a la educación, como algunos pretenden, de sus dimensiones éticas, políticas y sociales. Tampoco de su dimensión afectiva. La escuela que necesitamos “no es sólo control y disciplinamiento, sino un lugar de apertura y posibilidad para transitar emociones y saberes desplegados a través de potentes experiencias de enseñanza, transmisión y afectividad” (Maddonni, Ferreyra y Aizencang 2019). “Educar, enseñar, aprender o estudiar son cosas que suceden entre cuerpos y no entre organismos. Se requiere pensar en términos de afectividad cuando se desea comprender los encuentros entre personas.” (Brailovsky, 2019 bis).
Educar es siempre un acto de resistencia a la reproducción de las desigualdades (Frigerio, 2004). Educar está vinculado a las rupturas y suspensiones que se proponen respecto del orden familiar para que no sea decisivo en las vidas de los estudiantes (Brailovsky, 2019, p. 121). Educar es, en definitiva, “rehusar a ser cómplices de un sistema de atribución de lugares que hace que ciertas vidas sean marcadas por la dote de lo pensable, mientras que otras estén marcadas por la ausencia de dote y, por ello mismo, limitadas a su reproducción” (Frigerio, 2005, p.141). Educar exige comprender que la educación es una forma de intervención en el mundo (Freire, 1997). Educar es siempre tomar partido.
Decía Paulo Freire que “la afirmación de que las cosas son así porque no pueden ser de otra forma es odiosamente fatalista pues decreta que la felicidad pertenece solamente a los que tienen poder” (Freire, 1997, p.26). Pero las cosas no son así, sino que están así es porque se pueden cambiar. Una frase que encierra los anhelos de todos los docentes.
La escuela que necesitamos es entonces la escuela que queremos. Es aquella que entiende que educar es descubrir las posibilidades para la esperanza. Que trabaja por generar condiciones de posibilidad para todos. Aquella que se interroga permanentemente sobre cómo hacer concreto lo inédito-viable (algo todavía no conocido, pero ya soñado). Que se opone a transformar las diferencias en desigualdades (Frigerio, 2005). Que busca, al contrario, las mejores maneras para transformar las dificultades en posibilidades (Freire. 1997. p.63).
La escuela que necesitamos es aquella que entiende que educar es tomar partido. La escuela que necesitamos es aquella que, ante las dificultades, toma partido.
Referencias
1 No se aboga aquí por un vaciado de la enseñanza que constituiría un peligro de muerte para la educación, sino por un proceso de reflexión que cuestione lo que aprendemos en la escuela y los procesos de enseñanza-aprendizaje.
Apple, M.W. y Beane, J.A. (2012). Escuelas democráticas. Madrid. Ediciones Morata
Aragay, X (2017). Reimaginando la educación. 21 claves para transformar la escuela. Barcelona. Paidós Educación
Arendt, H (1996). Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Barcelona. Ediciones Península
Brailovsky, D (2019). Pedagogía (entre paréntesis). Buenos Aires. Noveduc
Brailovsky, D (2019 bis). En defensa de los afectos. Disponible en https://deceducando.org/2019/10/09/en-defensa-de-los-afectos
Bruner, J. (1997). La educación, puerta de la cultura. Madrid. Antonio Machado Libros
Coto, Paula (2016). Inspiraciones alcanzables: 15 políticas educativas destacadas en América Latina. Buenos Aires. CIPPEC
Eisner, E (2002). La escuela que necesitamos. Ensayos personales. Amorrortu
Freire, P. (1997). A la sombra de este árbol. Barcelona. El Roure
Freire, P. (1997). Pedagogía de la autonomía. Saberes necesarios para la práctica educativa. Madrid. Siglo XXI
Frigerio, G (2005). Las inteligencias son iguales. Ensayo sobre los usos y efectos de la noción de inteligencia en la educación. Revista Interamericana de Educación de Adultos, vol. 27, núm. 2, 2005, pp. 136-145
Frigerio, G. (2012). Saberes y conocimientos: un debate necesario en la escuela. Educación y ciudad nº22 Enero-Junio 2012. p.p 81-102
Fullan, M. & Hargreaves, A (1996). La escuela que queremos. Los objetivos por los cuales vale la pena lucha. Amorrortu Editores. Disponible http://pdfhumanidades.com/sites/default/files/apuntes/FULLAN%20Michael%20y%20Hargreaves%20%2C%20La%20Escuela%20que%20Queremos.pdf
Maddonni, P., Ferreyra, M. y Aizencang, N. (2019) “Dando vueltas por el mundo de los afectos y emociones”, En Revista Deceducando, Edición Digital. Número 6: Sobre el discurso de las emociones en la escena escolar contemporánea. Artículos, ensayos. Buenos Aires: Ediciones Deceducando
Mella Garay, E (2003). La educación en la sociedad del conocimiento y del riesgo. Revista Enfoques Educacionales 5 (1). 107-114. Disponible en http://www.facso.uchile.cl/publicaciones/enfoques/07/Mella_LaEducacionenlaSociedaddelConocyelCambio.pdf
Morin, E. (1999). Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. Santillana. Unesco. Disponible en https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000117740_spa
Pozo, J.I, (2016). Aprender en tiempos revueltos. Madrid. Alianza Editorial
Skliar, C. (2019). Pedagogías de las diferencias. Notas, fragmentos, incertidumbres. Buenos Aires. Noveduc
Williamson, B (2019). El futuro del currículum. La educación y el conocimiento en la era digital. Madrid. Ediciones Morata