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Pedagogía líquida e inteligencia artificial: ser es el nuevo hacer

La noción de pedagogía líquida se presenta como una respuesta que emerge frente a la pervivencia de modelos educativos sólidos, que limitan la agencia y el desarrollo pleno de las capacidades humanas. A partir de una lectura crítica, se plantea que la educación debe priorizar el ser sobre el hacer, como un ejercicio ontológico que atraviesa las dimensiones de la vida en los ámbitos físico, afectivo, cognitivo, ético, relacional y estético. Esta postura comprende las competencias técnicas y los resultados homogéneos como mediación instrumental al servicio de dicha transformación. En el marco de la sociedad actual, mediada por la identidad digital y la expansión de la inteligencia artificial, y en la cual la prioridad deja de ser únicamente técnica para convertirse en la capacidad de actuar con conciencia crítica y responsabilidad frente a sistemas automatizados, incluso en los niveles introspectivos, se propone una conceptualización teórica que identifique riesgos y límites, y proponga orientaciones pedagógicas concretas para su implementación, en entornos educativos contemporáneos.

Palabras clave: Agencia, educación, inteligencia artificial, ontología, pedagogías

En el panorama actual de la educación están presentes injusticias y brechas de carácter epistémico, hermenéutico y digital, que configuran realidades vinculadas con las transformaciones contemporáneas y exigen una reflexión profunda, desde el advenimiento de la inteligencia artificial como parte de la cotidianidad en las vidas de los seres humanos, hasta las consecuencias del aparente acceso ilimitado a la información, que profundiza sesgos y adherencias identidades virtuales homogéneas. Por esta razón, es necesario pensar nuevas configuraciones dentro del proceso de enseñanza, desde el sentido ontológico hasta el pedagógico de cómo y para qué formar seres humanos en la sociedad de hoy. 

Esta reflexión requiere de unas maneras radicalmente diferentes, y de unas dinámicas de posicionamiento, pues se hacen notorios ciertos intentos de cambio con la muchas prácticas docentes y sistemas educativos que, aunque revestidos de novedades superficiales, conservan una matriz sólida; un conjunto de estructuras, contenidos y métodos, que operan a partir de la concepción de la enseñanza como transferencia, del estudiante como recipiente, y de los resultados instrumentales como la causa final. Esta solidez, en lugar de empoderar las capacidades humanas para la vida auténtica y activa, en el mundo de la mencionada implicación digital, puede actuar como mecanismo de reificación1, cosificación y sujetamiento.

A partir de esta perspectiva, surge un opuesto necesario: la liquidez, como una propuesta de reorientación, que no busca cambiar el contenido educativo, únicamente, desde la instancia metodológica, sino que centra la atención en el ser, tanto del estudiante como de todos los demás actores del proceso, de modo que se permeen y alcancen todas las dimensiones humanas, de forma individual y relacional, y se habilite su agencia consciente, en especial, en una sociedad permeada por las tecnologías y la inteligencia artificial, las cuales reconfiguran la manera como habitamos y nos relacionamos en el mundo.

Por  todo lo anterior, planteo que aun los modelos educativos contemporáneos tienden a reproducir la solidez en sus formas; es decir, a través de estructuras rígidas de conocimiento, evaluación estandarizada, roles fijos de autoridad y espacios determinados, no negociables, que limitan el desarrollo de las capacidades humanas para actuar con libertad y sentido. En contraste, la pedagogía líquida constituye una apuesta hacia una forma de ver, comprender y sentir la educación, que atraviesa lo humano en su ser y las formas como este deviene históricamente, en actitudes, capacidad de deliberación, identidad, emociones, deseos y, en general, su manifestación vital. En este sentido, dicha educación propone una valoración del ser humano en el proceso pedagógico, no solo respecto a qué sabe o qué hace, sino a quién es como agente pensante, responsable y con sentido, previendo la potencialidad,
en cada subjetividad, de acoplarse de manera adecuada a la realidad social, tecnológica y cultural del contexto actual.

Aunque en nuestros tiempos de arraigo digital con la presencia de la inteligencia artificial, múltiples reformas educativas anuncian innovación, flexibilidad y adaptación, muchas veces, esas transformaciones tienen lugar solo en la superficie, como nuevos planes de estudio, cambios en los nombres de las competencias o las tecnologías interactivas, pero sin integración real y, por tanto, sin generar un cambio profundo en la concepción del sujeto del conocimiento o del tiempo pedagógico. Categorías estas sobre las cuales persiste lo sólido, que se manifiesta en: la institucionalización rígida, con horarios y lugares fijos, currículos escalonados, perfiles de salida o competencias predefinidos; la concepción transmisiva del conocimiento (o como la denomina Freire, educación bancaria), en la cual se entiende la figura del docente como “experta” y que entrega saberes “correctos”, y se concibe al estudiante como receptor pasivo, que los memoriza. O en la separación drástica entre lo cognitivo, lo afectivo, lo técnico y lo ético, dando prioridad a cada aspecto por separado, y poniendo el énfasis en los resultados y la medición sobre el proceso y la formación humana.

Se trata de una matriz procedimental, que tiende a “domesticar” al estudiante, predisponerlo a recibir pasivamente los saberes, o acotar su capacidad de cuestionamiento y autorreflexión. En otras palabras, reproduce una lógica de sujeción, que no habilita la agencia plena del sujeto en el mundo actual. Esto tiene, sin duda, una importancia significativa dentro del desarrollo del ser, no como eventualmente se piensa, de manera insuficiente, con “habilidades blandas”, sino con su devenir ontológico e histórico dentro de la sociedad. Podemos abordar este fenómeno desde una perspectiva crítica alineada con Rancière y el reparto de lo sensible, o con Miranda Fricker, de quienes podemos extraer la conclusión de que esto perpetúa una “desigualdad o injusticia epistémica y hermenéutica”, pues no todos tienen igual acceso a los modos de pensamiento que se hegemonizan y homogenizan como “apropiados”, y a partir de ello, no todos son tratados como iguales en inteligencia dentro de los sistemas pedagógicos tradicionales. Hago énfasis en las comillas, porque justamente es como no debemos pensar el proceso de aprendizaje, pues la pedagogía tradicional, con su asimetría de autoridad, nos exige una ruptura urgente para que cada sujeto recobre su “igualdad intelectual”.

Pensar al estudiante como un ser humano en el mundo, y no como un objeto receptor de conocimiento, ya es un avance, pero no es suficiente. Martha Nussbaum, en su enfoque de las capacidades, nos ofrece una mirada de lo que es esencial en la educación, superando la necesidad contemporánea de inculcar “habilidades útiles”, esto es: el hecho de cultivar facultades humanas básicas, que permitan ejercer la ciudadanía, deliberar, sentir empatía, imaginar mundos alternativos y actuar con responsabilidad frente a lo otro. En su libro Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita las humanidades, advierte que la creciente focalización en habilidades técnicas y en lo que llamamos competencias “útiles para el mercado” tiende a desplazar las humanidades y la reflexión ética, empobreciendo así la educación a partir del ser para el mundo o, dicho en otras palabras, la formación integral para la ciudadanía.

Es en este marco de ideas, en el cual la pedagogía sólida reduce el rol del pensamiento crítico, la imaginación narrativa y la deliberación ética, se ven subutilizadas las capacidades del sujeto para pensar con dignidad y actuar con sentido, desde la comprensión de su humanidad y la reflexión sobre el entorno. Tenemos como consecuencia de ello, que el hacer técnico (la competencia, la conducta óptima, el resultado del indicador, la estandarización), muchas veces, se impone sobre el ser humano integral.

Por todo lo anterior, el modelo de escuela que se instaura en los tiempos actuales no es, o por lo menos no debería ser, un entrenamiento para el trabajo (aún más, industrial), de lo cual quedaron vicios como la especialización excesiva y la descontextualización de la coherencia que debe haber entre lo que se hace y se aprende y el mundo en el cual se vive. Edgar Morin, con su pensamiento sobre la complejidad, nos advierte que el reduccionismo, la fragmentación del conocimiento y la separación disciplinaria constituyen formas de solidez en sentido epistemológico, que anulan la integración cognitiva y, con ello, la comprensión del por qué o para qué se aprende.

Encontramos en su obra una invitación a pensar lo complejo, a partir del diálogo entre saberes y la tolerancia a la incertidumbre, con la entera comprensión de la inabarcabilidad total de un mundo y, con ella, de una realidad entrelazada, que no puede separarse sin perder sentido. Por tanto, una pedagogía verdaderamente humana debe desbordar la rigidez disciplinaria para propiciar que el sujeto construya conexiones, revise supuestos y se experimente como portador de múltiples dimensiones. Si la educación solo enseña qué hacer, sin educar acerca de quiénes somos como agentes de coconstrucción de la realidad misma, queda atrapada en una lógica parcial y parcializante. Y justamente en la realidad actual, en la cual encontramos algoritmos automatizantes de las formas de comprender y sentir el mundo, se caerá en el riesgo de promover autómatas desde los mismos sistemas educativos.

Así pues, es necesario, y se pone en evidencia en el presente texto, hacer un llamado a que  la predominancia del hacer se convierta en el cultivo del ser. Lo que requiere la permeabilidad de lo líquido, que, sin embargo, no se refiere sencillamente a lo “flexible” o “modular”, sino a un proyecto ontológico-pedagógico, que aspira alcanzar todas las dimensiones del sujeto: cognitiva, física, emocional, ética, relacional, estética, existencial, y demás que se consideren necesarias.

Zygmunt Bauman acuñó la metáfora de la “modernidad líquida” para describir la fluidez de las relaciones humanas y artificiales, la incertidumbre del tiempo y la fragilidad de las identidades, en una sociedad donde no hay estructuras estables sino flujos permanentes, conexiones temporales y sujetos en tránsito. Sin embargo, cuando se aplica esta metáfora a la educación, algunos han propuesto el concepto de “educación líquida”, como el enseñar para la adaptabilidad, el aprendizaje permanente o la flexibilidad metodológica que, aun siendo parte de ella, resulta insuficiente. La pedagogía líquida, de la cual han hablado ya varios colegas, va más allá del currículo líquido o de los entornos digitales adaptativos; consiste en que la educación sea “líquida” en su relación con el ser humano, es decir, que no solo actúe sobre lo que los sujetos hacen, sino sobre quiénes se van volviendo en el proceso. A decir verdad, se propone una ontología que supera la metáfora líquida en un sentido dialéctico, no como una mera analogía formal, sino como el reconocimiento de que la condición humana contemporánea exige formas de educación que fluyan, que contagien, que sean permeables, sin dejar de apuntar a una orientación ética y existencial.

Hemos hablado de una pedagogía del ser, una educación para la vida que se sepa falible, contextual y relacional. Una suerte de desarrollo ontológico que impregna las instancias de lo vital en todas las manifestaciones de la condición humana, que genera torciones, reflexiones y transformaciones sobre uno mismo y sobre el mundo. Si lo vemos en este sentido (como es la intención del presente texto), cambiamos no solo la forma como percibimos la educación, sino que cambiamos los ojos mismos con que la miramos. De la idea de promover competencias pasamos a la invitación a una vida activa y con agencia.

Hannah Arendt, en su obra La condición humana, propone las tres actividades fundamentales de una vida activa, distinguiendo entre labor, trabajo y acción.La Labor está relacionada con el ciclo biológico y las necesidades vitales como comer, cuidar y mantener el cuerpo; por tanto, nunca termina. El trabajo estávinculadoa la creación de objetos, instituciones y mecanismos, que dan estabilidad y mundo al ser humano. Y finalmente, la acción se relaciona con un espacio de libertad y singularidad, donde la persona emerge en su pluralidad frente al otro. Por esto, la educación no puede reducirse al hacer, como producción de resultados, sino que se trata de cultivar ese espacio para la deliberación, la inauguración, la responsabilidad pública, la reflexión y la creación. Esto, evidentemente, no va a llegar de manera innata en la mayoría de edad de los ciudadanos, sino que ha de cultivarse en las diferentes etapas de su desarrollo y, por ende, en la escuela, entendida no como la institución que habita en un edificio, sino como un proceso que acompaña el desarrollo humano para una
vida activa.

Entender el ser como prioridad significa que el estudiante no solo aprende habilidades, sino que aprende a existir éticamente, a crear sentido, a deliberar con los otros, y a tomar decisiones en condiciones de incertidumbre. Y para que esto suceda, se deben garantizar las capacidades requeridas por parte del proceso pedagógico, acompañado este de la comprensión mínima de que, en los tiempos actuales, la inteligencia artificial, o bien los algoritmos y sistemas digitales, pueden “hacer” tareas, pero no pueden habitar ese espacio de acción humana pleno, pues solo el sujeto humano puede hacerlo. Entonces, la pedagogía líquida aspira a entrenar ese ser activo consciente.

Esta categoría del ser deviene, históricamente, en un paradigma de época caracterizado por la información global y los sistemas de inteligencia artificial, que no solo automatizan tareas, sino que configuran un sentido común, por medio de recomendaciones, sesgos y perfiles predictivos del sujeto, que hoy llamamos “identidades digitales”. En este entorno, aun cuando en la escuela se implementen actividades pedagógicas innovadoras para abordarlos, los estudiantes, e incluso los docentes, pueden quedar atrapados en burbujas algorítmicas, que reproducen su historicidad, replican sus propias ideas y promueven el solipsismo, sin abrir un espacio crítico a la comprensión y la creación, es decir, a la vida auténtica, a la acción.

La pedagogía líquida, como forma de posicionamiento desde el sentir y el comprender de lo humano, debería lograr una apertura consciente para entrenar y utilizar los algoritmos como lo que son: un artefacto, y, como tal, su uso se debe centrar en facilitar actividades y tareas, pero no en enunciar verdades ni en determinar formas de comportamiento.

Es de suma importancia que los estudiantes y los docentes sepan cómo funcionan los sistemas, cómo pueden intervenir, resistir, subvertir y actuar a partir de ellos. Aquí el ser activo se convierte en resistencia frente a las lógicas de automatización.

Tengamos en cuenta que, en el mundo digital, los seres humanos adoptamos identidades fragmentadas: perfiles en redes, avatares o roles múltiples, que pueden erosionar la integridad del ser, si no hay reflexión y articulación críticas. Por tanto, es necesario integrar las identidades fragmentadas en narrativascoherentes, resistir a la mercantilización de la persona como dato, redefinir el sujeto frente a las lógicas de consumo digital, y no perder el carácter humano en la relación con el mundo.

En ese sentido, la educación del ser, en su sentido activo y vital, no puede obviar la dimensión digital, pues existe el riesgo de apropiar las nuevas tecnologías como una instancia que devela “la verdad”, y no como un artefacto que puede facilitar procesos operativos. En este caso, estaríamos perdiendo, de manera directa, la agencia en el mundo y la autoconciencia. Es por esto por lo que los diferentes actores del sistema educativo debemos  reflexionar, primeramente, sobre la manera de aplicar los roles digitales, y hacernos preguntas como: ¿qué nuevos modos de ser deben cultivarse hoy?

En el mundo digital, los seres humanos adoptamos identidades fragmentadas: perfiles en redes, avatares o roles múltiples, que pueden erosionar la integridad del ser.

Respecto a esta pregunta, me aventuro a presentar algunas sugerencias, que podemos ubicar dentro de la categoría de capacidades, como: la autenticidad reflexiva, en la cual se buscará, a partir de una mirada separada del esencialismo, comprenderse en el mundo con una identidad en proceso, con capacidad de revisión y construcción; la capacidad crítica, como el poder negarse, discernir, reinventarse respecto a lo dado, poner ideas en tensión, y diferenciar la información adecuada de la inadecuada, identificar las fake news y, ahora, distinguir las creaciones humanas de las conseguidas con la inteligencia artificial; la fluidez de pensamiento, esto es, el evitar el dogmatismo y la superficialidad de un solo punto de vista, y el hecho de saltar entre marcos, teorías y disciplinas, sin perder el sentido; la curaduría existencial, lacualpromueve que cada actor del sistema educativo tenga la capacidad de elegir, de forma intencional, qué información desea consumir, en qué redes quiere participar, con qué valores se propone actuar, y cómo desea orientarse hacia un deseo, si se quiere más consciente y menos manipulado; el coraje narrativo, como una de las instancias de mayor impacto a nivel ontológico, que consiste en poder construir narrativas existenciales propias, que no se dejen colonizar por discursos dominantes, y que incluyan el reconocimiento del otro en su alteridad
y en su contexto, desde la colaboración,
la cocreación, la solidaridad, la cordialidad
y la responsabilidad planetaria.

Obviamente, esta propuesta de pedagogía líquida no es una panacea sin tensiones, en este cambio de mirada y sentir nos encontraremos con resistencias en forma de normas, financiamiento, indicadores y, principalmente, incertidumbre respecto al cambio. También llegaremos a constatar que los docentes aún no estamos preparados para mediar un desarrollo del ser, a partir del conocimiento y manejo profundo de los roles y las herramientas digitales. Evaluaciones o estándares externos que exijan homogenización de los saberes o temor hacia el relativismo y caminar nuevos senderos, sin que lo líquido termine volviéndose gaseoso.

Para superar los riesgos mencionados, es imprescindible que la pedagogía se inserte con el debido criterio, las alianzas institucionales, la formación y, sobre todo, la reflexión docente profunda, además de contar con una evaluación crítica, que no dependa solo de métricas cuantitativas, y que su objetivo sea el crecimiento, más no relacionado con los aspectos punitivo o comparativo. No basta con decir “liquidez”, hay que diseñar puentes entre lo fluido y lo regulado, entre lo permeable y lo orientado. Es aquí, precisamente, donde la filosofía pedagógica debe acompañar cada decisión técnica.

He planteado un reconocimiento de la realidad actual de la educación, que se encuentra en tensión por un contexto mediado por algoritmos, información y sistemas digitales, los cuales alcanzan y reconfiguran todas las áreas de la vida humana y, con esto, la construcción de las identidades personales y la capacidad de agencia en el mundo. Mi propuesta se presenta frente a unos modelos pedagógicos aún reticentes al cambio, rígidos, estériles, y que no cuentan con las condiciones epistemológicas y metodológicas necesarias, para el abordaje adecuado de este nuevo mundo. En respuesta a esta situación surge el concepto de “lo líquido”, como un cambio radical de mirada y sentir respecto al proceso educativo, en el cual se deben instaurar lógicas de valoración de lo humano, lo subjetivo, lo diferente, lo homogéneo y lo hegemónico. Estas lógicas deben hacer posible el pensamiento de nuevos futuros posibles, la armonización de los afectos con la técnica y el construir narrativas de identidad propias, desde el reconocimiento y la comprensión auténticos de uno mismo, del otro y del mundo. De esta manera, se garantizarán las capacidades institucionales, personales, profesionales, éticas, estéticas y afectivas, para que el ser tenga un significado mucho mayor que el hacer, en esta sociedad que construimos colectivamente.

  1. La palabra reificación proviene del latín res (cosa) y significa literalmente “convertir algo en cosa”. En filosofía y ciencias sociales, se usa para describir el proceso por el cual una relación, idea o experiencia humana se transforma en un objeto, perdiendo su dimensión viva, dinámica o subjetiva. En el contexto educativo, la reificación ocurre cuando los procesos de aprendizaje —que deberían ser experiencias humanas, críticas y transformadoras— se convierten en cosas medibles, protocolos o productos. El concepto tiene raíces en Marx (la alienación del trabajo y la cosificación del sujeto) y fue desarrollado por Lukács en Historia y conciencia de clase (1923). En pedagogía crítica, la reificación implica la pérdida de humanidad en el acto educativo. ↩︎

Arendt, H. (1993). La condición humana. Barcelona: Paidós.

Bauman, Z. (2007). Los retos de la educación en la modernidad líquida. Gedisa. Dialnet.

Carvajal, G. (2013). Educación en sociedades líquidas. Nexus, SciELO México.

Fricker, M. (2017). Injusticia epistémica: el poder y la ética del conocimiento. Barcelona: Herder.

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