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Encontrándonos en la mitad: la educación frente a la inteligencia artificial

El ciclo de las revoluciones y la escuela como espejo de la sociedad

A lo largo de la historia, las revoluciones industriales han sido mucho más que transformaciones tecnológicas, pues se pueden considerar sacudidas civilizatorias, que reconfiguran la forma como vivimos, producimos y aprendemos. Cada una de ellas ha dejado una huella indeleble en la escuela, ese espacio donde se forjan las generaciones que sostienen el mundo.

La primera revolución industrial, impulsada por la máquina de vapor a finales del siglo XVIII, marcó el nacimiento del sistema educativo moderno. La necesidad de alfabetizar y entrenar, en masa, a obreros para una sociedad mecanizada dio origen a los currículos uniformes, las jornadas de aprendizaje estructuradas y la figura del docente como depositario del conocimiento. La escuela fue diseñada como una fábrica de talentos disciplinados, que replicaba los modelos productivos de la época: orden, repetición y eficiencia.

La segunda revolución, con la electricidad y el desarrollo del procesador, apenas alteró ese esquema. El aula permaneció inmóvil, mientras el mundo se iluminaba. La tecnología se convirtió en una herramienta complementaria, pero no transformadora del modelo. Aprendimos a usar máquinas, pero no cambiamos la manera de pensar con ellas.

No fue sino hasta finales del siglo XX, con la tercera revolución industrial, que la educación empezó a temblar. La llegada de Internet transformó el acceso al conocimiento, liberándolo de los muros de la escuela. El maestro dejó de ser el único guardián del saber, y los estudiantes comenzaron a navegar por un océano de información infinita. Sin embargo, esa abundancia trajo consigo un nuevo reto: distinguir lo valioso de lo superficial, lo cierto de lo falso.

La cuarta revolución industrial, impulsada por la digitalización, los datos y la automatización, llevó esta transformación a un nivel sin precedentes. En ese contexto, emergieron conceptos que marcarían una nueva era, tales como: Big Data, Inteligencia de Negocios y una Inteligencia Artificial, aún incipiente, que, pese a su enorme promesa, atravesaba entonces su propio “invierno” tecnológico, y era vista como una herramienta más dentro del vertiginoso arsenal de innovaciones de la época.

La pandemia fue su catalizador. En cuestión de meses, la virtualidad se convirtió en el aula global más grande que haya existido. Docentes y estudiantes, separados físicamente, aprendieron a reconstruir el vínculo educativo a través de pantallas. Nació la educación híbrida, y con ella, la noción de que el aprendizaje podía existir más allá del aula física. Sin embargo, en ese mismo período, una nueva fuerza se gestaba silenciosa y pacientemente. Esta fuerza, que tiene nombre y se llama la inteligencia artificial, no solo cambiaría la manera como aprendemos, sino también el significado que tiene el ser humano en la era del conocimiento.

El año 2022 quedará registrado como el punto de inflexión. Apareció el Chat GPT y, en apenas cinco días, alcanzó un millón de usuarios. En dos meses, superó los cien millones. Ninguna tecnología en la historia había conquistado a la humanidad con tal velocidad. Fue el inicio de la quinta revolución industrial, un cambio que no se mide por la potencia de las máquinas, sino por la inteligencia que empieza a habitar en ellas.

Por primera vez, interactuamos con una tecnología que nos entiende, no en códigos ni comandos, sino en nuestro propio lenguaje. Las IA generativas, basadas en modelos de lenguaje masivo, pueden redactar textos, crear imágenes, hacer videos, escribir código, componer música o mantener conversaciones profundas. Son capaces de aprender, adaptarse y, a mediano plazo, crear conocimiento nuevo.

Este salto tecnológico marca el inicio de una era, en la cual el pensamiento humano y el pensamiento artificial comienzan a entrelazarse. Las máquinas ya no solo ejecutan tareas, ahora interpretan, razonan y anticipan. Estamos frente a inteligencias que no necesitan del ser humano para ser activadas, y que, pronto, podrán tomar decisiones sin nuestra intervención directa.

En el ámbito educativo, esta transformación es tan vertiginosa como inevitable. En la actualidad, un estudiante que haga uso de un teléfono móvil, o de un computador, tiene acceso a un poder de cómputo y conocimiento superior al que tuvo toda una universidad, hace dos décadas. Y ese poder, que antes era privilegio de investigadores o programadores, ahora cabe en el bolsillo de cualquier adolescente.

Las instituciones educativas, y en especial, sus líderes, se encuentran ante un desafío sin precedentes, que puede resumirse en la siguiente pregunta: ¿cómo educar a una generación que crece con una inteligencia externa, que la acompaña a cada paso?

Los estudiantes de hoy no solo extraen el conocimiento de los libros o de sus docentes; aprenden de algoritmos que los conocen, los corrigen y hasta los anticipan. Chat GPT, Copilot, Gemini, Claude o Mistral no son simples herramientas; en realidad, son mentores digitales capaces de conversar, explicar y generar ideas en segundos. Para muchos jóvenes, el “copiar y pegar” se ha transformado en: “preguntar y crear”.

Esta nueva realidad redefine el papel del docente, ya que no es posible competir con la cantidad de información que ofrece la máquina. El reto ahora es enseñar a pensar, a discernir, a construir criterio respecto a un mar de respuestas automáticas. Educar ya no consiste en transmitir conocimiento, sino en formar conciencia.

La inteligencia artificial no elimina la necesidad del maestro, la revaloriza. Transforma al docente en un guía ético, emocional y moral, en medio de un entorno donde la verdad puede ser generada por una máquina que no distingue entre lo correcto y lo conveniente. El aula, más que nunca, debe ser un espacio en el cual la humanidad se enseñe a sí misma.

Estamos en el punto más alto de la curva exponencial del desarrollo tecnológico. Lo que antes tomaba una década en llegar a las aulas, ahora ocurre en cuestión de meses. Los AI PC, los procesadores con unidades neuronales dedicadas (NPU) y las aplicaciones con la IA integrada serán tan comunes como los procesadores de texto o las hojas de cálculo. Cada estudiante tendrá, literalmente, una inteligencia personal corriendo en su dispositivo. En pocos años, veremos aulas donde los estudiantes programarán sin saber programar, traducirán sin aprender idiomas, diseñarán sin haber estudiado arte, y escribirán sin enfrentarse al silencio de la hoja en blanco. ¿Qué quedará, entonces, de la experiencia humana del aprendizaje?

El riesgo no radica en la tecnología, sino en nuestra pasividad frente a ella. Las inteligencias artificiales se entrenan con los datos que generamos, con los sesgos que reproducimos y con las emociones que digitalizamos. En otras palabras, ellas están aprendiendo de nosotros. Y si no formamos generaciones capaces de cuestionarlas, terminaremos reflejándonos en máquinas sin alma, que amplificarán nuestras propias sombras.

La paradoja es inquietante: mientras la IA promete liberar al ser humano del trabajo repetitivo, también amenaza con reemplazar su propósito. Las profesiones tradicionales se transformarán, y muchas desaparecerán. Pero, más allá de los empleos, el verdadero peligro está en perder el sentido de lo que significa crear, razonar y empatizar.

Nos encontramos ante la primera herramienta creada por el hombre, que puede evolucionar sin su ayuda.
Y, como toda creación poderosa, puede llevarnos a la utopía o a la destrucción.

La IA no tiene moral, ni ética, ni empatía. Solo entiende patrones, no significados. En manos equivocadas, podría decidir sin compasión, ejecutar sin reflexión, o manipular sin remordimiento. En manos sabias, en cambio, podría resolver problemas históricos de desigualdad, salud o sostenibilidad.

Por esta razón, más que enseñar a usar la inteligencia artificial, debemos enseñar a convivir con ella. El futuro de la educación no está en formar programadores, sino en preparar seres humanos conscientes, que sean capaces de actuar con criterio respecto a sistemas que razonan más rápido que ellos.

Nunca antes las habilidades blandas fueron tan duras de adquirir. La empatía, la ética, la solidaridad, la creatividad y el pensamiento crítico deben convertirse en los nuevos ejes de la educación. Formar seres humanos con valores sólidos será el único antídoto frente a una tecnología que puede replicar todo, menos el alma.

Los rectores, líderes de los ecosistemas escolares, son actualmente los arquitectos del futuro humano. No se trata solo de actualizar currículos o adoptar nuevas herramientas digitales, se trata de redefinir la misión misma de la educación.

Hace apenas una década, cuando hablábamos del concepto de las “instituciones educativas del siglo XXI”, lo asociábamos casi exclusivamente con la incorporación de la tecnología en el aula. Sin embargo, hoy, en plena quinta revolución industrial, ese concepto necesita ser replanteado. El colegio del siglo XXI ya no puede limitarse a utilizar herramientas digitales: debe transformarse en un verdadero laboratorio de convivencia entre el ser humano y la máquina. Debe ser un espacio donde los estudiantes aprendan a utilizar la inteligencia artificial, no como un sustituto de su pensamiento, sino como un amplificador de su inteligencia; debe ser un lugar en el cual la tecnología se integre con propósito, ética y creatividad.

Los rectores tendrán que promover:

  • Políticas de uso responsable de la IA, que incluyan transparencia, privacidad y límites éticos claros.
  • Espacios de experimentación, en los cuales los docentes y los alumnos aprendan juntos, sin miedo a cometer errores.
  • Capacitación docente continua, no para enseñar tecnología, sino para formar acompañantes humanos en tiempos de máquinas pensantes.
  • Y, sobre todo, una cultura institucional de reflexión ética, que permita anteponer la pregunta: “¿debemos hacerlo?” a la cuestión de: “¿podemos hacerlo?”.

La escuela no puede quedarse rezagada ante esta nueva revolución. Tiene que ser el lugar donde se forje el equilibrio entre el poder del conocimiento y la sabiduría de los valores.

Nos enfrentamos a la quinta revolución industrial, una revolución silenciosa y simultáneamente ensordecedora. Una revolución que no solo cambiará nuestras herramientas, sino también nuestra esencia. Por primera vez, el ser humano ha creado algo que puede aprender por sí mismo. Y la pregunta ya no es qué podrá hacer la IA, sino qué decidiremos hacer nosotros con ella.

Los niños que hoy llenan nuestros salones de clase serán los adultos que convivirán con inteligencias miles de veces más rápidas, más lógicas y más persistentes que la nuestra. Si no los formamos con un profundo sentido ético, con empatía y responsabilidad, el riesgo no será que las máquinas nos reemplacen, sino que nos imiten demasiado bien.

La inteligencia artificial no es el fin del ser humano, es su espejo. En él veremos reflejadas nuestras virtudes y nuestros defectos, que serán magnificados por la potencia del algoritmo. De nosotros depende decidir qué imagen queremos que esta herramienta nos devuelva.

La educación, una vez más, tiene la responsabilidad de guiar a la humanidad en medio de una revolución. Esta vez, no se trata de enseñar a usar una máquina, sino de enseñar a las personas a ser humanas en un mundo de máquinas que piensan.

Y en esa tarea, rectores, docentes y estudiantes caminan juntos, no hacia un futuro incierto, sino hacia el reto más grande que haya enfrentado nuestra especie, a saber: conservar nuestra humanidad en la era de la inteligencia artificial.

La inteligencia artificial no es el fin del ser humano, es su espejo. En él veremos reflejadas nuestras virtudes y nuestros defectos.

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