Edición 20Invitado especial

Por qué es tan difícil leer

LLeer es comparable a una obra de teatro, pero a diferencia del teatro, en la lectura es una sola persona la que se debe encargar de la escenografía, la iluminación, los personajes, el vestuario, los sonidos del ambiente, entre otras cosas. Y es que no es solo el acto de hilar las palabras, sino imaginar cada una de las escenas que están plasmadas en la hoja. Por esa razón Ricardo Silva; escritor, periodista y crítico de cine; dice que es tan difícil leer. Y lo pone en evidencia mostrando su propio caso en la lectura de cuentos a su hijo.

Tenemos en la casa, mi esposa editora y yo, un niño radiante y contagioso como un ataque de risa que está a cuatro meses –cuatro meses eternos, pobre– de cumplir los seis años. Ya sabe leer. Pero todas las noches le leemos nosotros algún libro para irlo acostumbrando al silencio que viene y para sorprendernos y reírnos y preguntarnos juntos qué vendrá después. Últimamente hemos leído de un tirón, y ha sido sin duda una muy buena racha, Agu trot de Roald Dahl, ¡Estamos en un libro! de Mo Willems, ¡A la cama, monstruito! de Mario Ramos y El diario de un gato asesino de Anne Fine. Y yo me he estado preguntando por qué es tan difícil leer si es tan fácil; si nosotros, los afortunados, cumplimos noche tras noche con el rito de leerles a nuestros hijos todo lo que puede pasar en este mundo, y es como si fuera la mejor manera de reconocerles el amor, de rendírseles a los pies.

Me propongo responder enfrente de todos ustedes, en fin, esa pregunta que es simple y es compleja según lo que uno quiera: la pregunta de “por qué es tan difícil leer”. No la responderé como lo haría un teórico de la literatura de los más serios, ni mucho menos como podría hacerlo un profesor de español de aquellos que consiguen que sus alumnos cuenten con el bastón y el remedio de la lectura, sino que lo haré como tienden a hacerlo las personas que se dedican a escribir ficciones para sobrevivir: hilando sospechas, tejiendo intuiciones. Comenzaré por confesar lo que yo creo que sucede durante la lectura. Y cuando termine mi confesión escandalosa, ya hacia el final, diré lo que se dice siempre –que el mundo se ha vuelto un edificio ruidoso en donde ni siquiera dejan leer, y que nos la pasamos curándonos porque no tenemos remedio– pero prometo que al menos lo diré a mi manera.

He estado pensando, mientras leíamos Agu trot¡Estamos en un libro!, ¡A la cama, monstruito! y El diario de un gato asesino, que apenas son los cuatro más recientes que hemos leído, que mientras leemos llevamos a cabo tres trabajos: hallamos el drama de cada historia, ponemos en escena su texto y vamos interpretándolo por el camino. Leer es, mejor dicho, dramatizar, dirigir e interpretar; encontrarle la forma al relato, imaginarlo y volverlo propio. Y si se quiere que todo salga bien, si se busca que la lectura traiga noticias del mundo y convierta a los caricaturas en personajes y consiga traer al presente un libreto del pasado tal como los músicos logran que un pentagrama cobre vida ya mismo, por supuesto, es mejor aprender cada uno de estos tres oficios. Procedo a explicarlos uno por uno.

Cuando digo que leer es hallar el drama de cada historia, que es una idea que viene, como tantas, de aquella Grecia, quiero decir que leer –el periódico, el tarot, el cine, la vida– es convertir cada relato en una obra en tres actos, el principio, el medio y el fin, porque está visto que todo lo que uno vive sucede de ese modo. Y ello significa hallar un primer acto en el que se presenta una cotidianidad lo suficiente para que nos afecte y nos intrigue su ruptura, se presenta un personaje habituado a su rutina que sufre de golpe un revés de fortuna o un giro inesperado: en Agu trot, el tímido señor Hoppy está acostumbrado a vivir enamorado de la risueña señora Silver, su vecina de abajo, y vive resignado a no decir ni una palabra hasta que se le ocurre elogiarle a la tortuga que tanto quiere.

En ¡Estamos en un libro!, la obra maestra de la serie de Elefante y Cerdita, que ya es decir mucho porque todo es maestro en esa serie, todo está bien entre los dos amigos de siempre –están, de hecho, descansando– hasta que se dan cuenta de que hay un lector que está mirándolos. En ¡A la cama, monstruito!, sin duda el libro más realista que se ha escrito en la historia de la humanidad, una familia que ha sufrido los rigores de cada día se descubre enfrentada al momento de la verdad: el momento de dormir a un hijo pequeño. En El diario de un gato asesino, que en esta era de correcciones políticas y gatitos tiernos en Instagram es ciertamente un alivio, el protagonista es un animal mudo que se mete en lo suyo y ya hasta que es acusado del asesinato del conejito blanco de los vecinos.

Y en los cuatro casos que cito, que, repito, no son sino los cuatro casos más recientes, quedan los protagonistas y sus vidas perfectamente delineadas: el señor Hoppy acostumbrado a un amor no correspondido; el dramático de Elefante y la ingeniosa de Cerdita descansando de vaya usted a saber qué porque lo único que hacen es ser niños; el monstruito que hará lo que sea para postergar el momento de dormirse y su pobre padre que tendría que ser rescatado por una Unicef para grandes; y el gato que tiene mucho por decir pero no sabe la lengua de los hombres y vive resignado a la incomprensión y la tontería que son patrimonio de la raza humana.

Y entonces un accidente rompe esas cuatro rutinas, ¡una idea del señor Hoppy!, ¡alguien está mirando a Elefante y a Cerdita y es un lector!, ¡a la cama, monstruito!, y ¡alguien ha asesinado al conejito y tiene que ser el gato matón!, y el lector cautivado –porque hay lectores que no quieren ceder y definitivamente no ceden– se hace la pregunta que es el logro y la esencia del drama: ¿conseguirá el señor Hoppy el amor de la señora Silver?, ¿establecerán Elefante y Cerdita un encuentro cercano del tercer tipo con los niños que estén leyéndolos?, ¿será culpable el gato como dicen todos los personajes de la historia? Es decir: ¿podrá repararse la cotidianidad?, ¿podrán los protagonistas volver a ser como eran, o, como al pobre de Humpty-Dumpty, ni todos los hombres ni todos los caballos del rey podrán armarlos de nuevo?

El segundo acto de cualquier lectura –del tarot, del artículo, del tríptico, de la sinfonía– es la búsqueda detallada de una respuesta a la pregunta con la que ha terminado el primero: el lector va diciéndose “esto va a acabar mal…”, “esto no va para ninguna parte…”, “seguro que termina bien…”, consciente de que está siempre pendiente un nudo por desatar, un enigma por descifrar, un túnel por atravesar. Agu trot es un recordatorio de que la literatura infantil bien puede tener protagonistas viejos pues en estricto sentido –no en el sentido cursi– todos seguimos siendo niños y niños huérfanos hasta el final, pero lo digo porque su segundo acto es el plan malévolo del señor Hoppy para acercarse a la señora Silver a través de la tortuga que tanto quiere. Es, mejor dicho, el intento del señor Hoppy por respondernos la pregunta de si conquistará a la señora que ama.

Eso mismo, ese intento, de pájaro carpintero, de martillar hasta que la superficie se rompa a favor, también sucede en los segundos actos de las otras tres historias que hemos leído en las últimas semanas: Elefante y Cerdita juegan con el lector de ¡Estamos en un libro! hasta que a Cerdita se le escapa la frase “antes de que el libro termine…”, y Elefante, que es el alarmista del par, colapsa y pierde su cabeza paquidérmica porque no puede ser que los libros se terminen, y menos cuando uno vive en ellos; el monstruito de ¡A la cama, monstruito! se inventa todo lo que se le ocurre, y no es poco, desde “tengo sed” hasta “no le di el beso de buenas noches a mamá”, para que no llegue la hora de dormir; y el gato de El diario del gato asesino capotea las acusaciones incapaz de defenderse (porque los gatos no hablan) hasta que todo indica que van a echarlo de la casa en donde vive.

Por supuesto, se trata de falsos finales, de falsas respuestas a las preguntas con la que han terminado los primeros actos. Como se trata de libros para niños, que en pocas palabras son comedias que reconocen el absurdo de este mundo, se trata de falsos finales que en pocas palabras sugieren que todo va a acabar mal: que ni el monstruito va a dormirse ni el gato va a ser inocente.

Y nuestro niño nos mira entonces, sabio y aterrado, como preguntándonos en qué momento nos pareció una buena idea leerle sobre monstruos insoportables y gatos asesinos y elefantes que gritan “tengo mucho más para dar…”. Para qué aguantarse un libro si el libro va a acabar mal.

Pero entonces viene el tercer acto: y, como dicen los comentaristas deportivos, que Dios los tenga en su gloria, “los partidos no terminan hasta que se terminan”, y los libros igual, y así pasa con todos los dramas, que no solo no se terminan hasta que se terminan sino que se terminan donde se tienen que terminar. Y el tercer acto tiende a enderezarlo todo como cumpliendo un destino, tiende a ser testigo de cómo los protagonistas hacen las paces con su suerte y se sobreponen y son incapaces de quedar tal como eran –pues ni todos los hombres ni todos los caballos del rey pueden reparar a Humpty-Dumpty, y no hay nadie que no sea Hump- ty-Dumpty– pero se resignan a ser nuevas versiones de sí mismos. Y la respuesta a la gran pregunta inicial es que el señor Hoppy y la señora Silver se dan cuenta de que todo era cuestión de pronunciar un par de palabras mágicas. Y que Elefante y Cerdita caen en la cuenta de que los libros pueden ser leídos una y otra vez y que esa es la salida. Y que el monstruito se duerme, como dando una tregua, cuando ve que su papá es como él. Y que el gato asesino consigue probar que las cosas no son como se ven, y que los locos no son los gatos de mirada fija, sino los hombres de mirada cobarde.

Leer es, pues, descubrir el drama de cada texto como quien descubre el andamio, como quien ve el esqueleto: es armar el rompecabezas de cada relato, principio, medio y fin, para que sea claro que vivimos contra el tiempo, siempre en suspenso, siempre a la busca de un clímax satisfactorio, siempre en procura de la mejor resolución, y vivimos para encontrarle la forma y el sentido a la vida. Cuando terminamos un libro, que a veces nos tarda una noche nomás y a veces se nos va una semana, quedamos con la sensación de que todo ha vuelto a su sitio, de que todo ha cobrado sentido para que no sea una tontería vivir el día siguiente.

Cuando digo que leer es poner en escena estoy diciendo que aún cuando un libro venga ilustrado, como los cuatro libros que he estado usando como ejemplo, la verdad es que todo relato está en manos de su lector. Esto quiere decir que un texto está en manos de su lector como un libreto o como un pentagrama depende de su director, de su realizador. Toda joya de la ficción, de la película Sunset Boulevard a la novela Pobby y Dingan, del tríptico El jardín de las delicias a la obra de teatro Traición, es un trabajo a cuatro manos entre el autor y el espectador, y no hay el uno sin el otro, y solo se da una obra maestra cuando el primero establece una verdadera comunicación con el segundo. Cualquier ficción memorable puede quedarse corta en manos de un lector hastiado. Cualquier ficción de combate –piense usted en la novela Tiburón o en el cuento La ventana indiscreta– puede convertirse en una genialidad si cae en las manos indicadas, en los ojos indicados en este caso.

Quizás sea esta la medida de la calidad de una obra, de un texto: los mejores trabajos no solo dan espacio a sus receptores, sino que los invitan a participar, a hacer el resto, a echar a construir la escenografía, el vestuario, la iluminación del relato como un realizador que no quiere que el drama pierda su fuerza por una puesta en escena obra. Tal vez sea justo decir que entre más espacio se le deje al lector para recrear el texto, para representarlo a su manera, más podrá considerarse literatura, arte. Y quien lee con talento los cuatro libros que acabo de citar consigue darles vida a esos personajes y quererlos y pensar en sus pasados y en sus futuros: ¿cómo estarán el señor Hoppy y la señora Silver?, ¿qué soñará el monstruito ese?

Pero sobre todo, consigue que sucedan siempre en el presente, que vuelvan a la vida y vivan hoy y ahora como cuando Cristo aparece en una procesión de Semana Santa o alguien vuelve a encarnar al príncipe Hamlet, y su labor es entonces semejante a la de un director de cine o a la de un realizador teatral que pone a andar la historia. Y le da su tono y la llena de su voz y la afecta con su mirada. No es lo mismo el Hamlet de Laurence Olivier que el Hamlet de Franco Zeffirelli. No es lo mismo el Quijote de Cervantes que el Quijote japonés de la serie animada que arruinó a toda una generación, la mía, que veía lo que le pusieran en el televisor. No es lo mismo el With a Little Help From My Friends de los Beatles que el de Joe Cocker. Y cada lector llega a su propia puesta en escena.

Cuando viene alguien a la casa a vernos, que en realidad viene para darle parte al mundo de que estamos bien y no hemos sido derrotados por los dos niños que tenemos (“cuéntele al mundo nuestro historia…”, decimos en la puerta de salida), nuestro niño de cinco años suele pedirle que nos acompañe a leer el libro de la noche. Se le ve el orgullo. Se le ve la felicidad. Elige algún libro corto de los que más le gustan. Y es él el que les da vida, y el que encarna a los personajes y pega sus gritos y repite sus parlamentos. Y es claro entonces que se está volviendo un buen lector, un buen director, mejor, capaz de hacerse dueño de los textos que tiene en su biblioteca. Capaz de llenar de detalles concretos cada drama, capaz de documentar, como un investigador, lo que está leyendo.

Hubo un tiempo en el que solo le interesaba el ritmo, la música: esa era su manera de repetir lo que quería repetir, de retener lo que quería retener de la extraña experiencia de estar vivo. Después empezó a interesarse en las películas y en los libros y en los demás, y yo creo que se dio cuenta de que todo se lee: que cuando la gente deja escapar un “parece que va a llover…” o elogia los colores rojizos de una tarde o se detiene en el semáforo en rojo de la vuelta de la casa o le pregunta a alguien que quiere si le pasa algo está fijándose en las señales, está leyendo. Y ahora quiere leer todas las noches, sospecho, porque desde que entró al colegio es consciente de que el tiempo pasa y una familia es un rito que devuelve la cordura y la ilusión de que siempre podremos refugiarnos en el presente. La familia está ahí. Y ahí también están los libros.

Cuando digo que leer es interpretar, volver un texto propio, estoy diciendo que luego de convertirlo en un drama y ponerlo en escena desde el principio hasta el final queda una sensación, una noticia de última hora que algún día sabremos descifrar. Mi profesor favorito, Pompilio Iriarte, que es hoy un amigo cercano y sigue siendo mi maestro, nos dejó a todos muy claro que leer el arte es descifrar un enigma. Las meninas, desde esa perspectiva, no es solo un retrato de la familia real, sino sobre todo una parodia, una reivindicación de un pintor a quien se le habían negado ciertos honores. Y La metamorfosis es el descubrimiento de que en las ciudades que conocemos, en las sociedades que nos dejan sin tiempo y sin dinero, tarde o temprano amanecemos convertidos en monstruosos bichos.

Podría uno decir de Agu trot que dice que el amor es un juego de azar que uno le gana al que lo quiere perder. Podría uno decir de ¡Estamos en un libro! que es sobre lo dramático: sobre ser conscientes de que todo en la vida, empezando por la vida, es una carrera contra el tiempo. Podría uno decir de ¡A la cama, monstruito! que su verdad –su enigma descifrado– es que los padres también son niños. Podría uno decir de El diario de un gato asesino, y más en estos tiempos de lapidaciones que poco tienen que ver con la justicia, que es sobre la paciencia de los inocentes. Pero para nuestro niño, por lo pronto, todos son sobre todas las cosas chistosas que pasan en la vida, sobre las tortugas, los amigos, las necedades y las equivocaciones.

Bueno, en honor a la verdad le pareció toda una novela que el gato fuera inocente. Estuvo repitiendo la palabra un par de días. Y, así como se ha ido volviendo ingenioso y es capaz de hacer chistes con los que nadie cuenta, ha entendido que entre todos los errores que se pueden cometer quizás el más triste es condenar a alguien que no ha hecho nada malo. Para un niño que tiende a vivir fascinado con los héroes y con los superhéroes, que así ha sido él desde los dos, en el fondo lo más importante es la justicia. Y en realidad los libros buenos son los que ponen al final cada cosa en su lugar y cada quien recibe lo que es suyo.

Leer es descifrar, caer en la cuenta, descubrir. Pero para ello hay que intentarlo una y otra vez hasta que se vuelve usual hacerlo. Algunos parecemos hechos para eso: para hallar los dramas en el mundo y para ponerlos en escena, pero también, y sobre todo, para leer entre líneas, para sospechar la tras escena de los relatos, para tener el pálpito de que la gente que nos rodea no nos está diciendo todo y traducir los gestos de los demás para entender lo que les está ocurriendo y no son capaces de pronunciar. Por qué hoy está hablando con esa voz. Por qué hoy no sonríe. Qué le estará pasando para que se esté levantando mucho más tarde.

“¿Por qué hiciste esa cara?”, me preguntó nuestro protagonista el otro día. Y yo le dije que estaba preocupado, que era la verdad, con la sensación de que siempre va a ser esa persona sensible y de parte de los otros. Ya quisiera yo ser él.

Por qué es tan difícil leer: para llevar a cabo esos tres oficios, dramatizar, poner en escena e interpretar, se requiere de talento, de práctica, pero también –y esto es quizás lo más difícil– de buena fe. Y para todo ello se hace indispensable cierta suerte. Por ejemplo, no sobra haber nacido en una familia que crea que tiene sentido –por la razón que sea: porque es lo que hacían antes, porque es divertido, porque es importante, porque la lectura es lo único que nos queda– tener una biblioteca en la casa, en la habitación incluso. Cuando yo era niño, los otros tres de la casa, que siguen siendo mayores que yo, siempre estaban leyendo algún libro que se veía inalcanzable: El nombre de la rosa, Sobre héroes y tumbas, Terra Nostra. Y me bloqueaba verlos cejijuntos, lúcidos, como asintiendo sobre las novelas abiertas, mientras yo le daba vueltas a algún juego de Atari, releía a Olafo o disfrutaba casi sin culpa alguna comedia gringa de las peores.

No entendía, en ese momento, que lo que importa, lo que es humano es leer. No tanto leer los libros, no solo leer los libros, sino sobre todo leer el mundo, comprender cómo consiguen las películas que uno se emocione tanto, ver las nubes grises cargadas de lo que vendrá, reconocer los ojos de preocupación, captar que algo raro está pasando allá en la esquina, ser consciente de la sensibilidad de los demás. No era consciente, decía, de que leer es todo un arte y toda una forma de ser, pero sospechaba que era lo que hacían los otros tres de mi casa. Y nadie me dijo que tenía que leer como si tuviera que comerme las espinacas que solo se come Popeye, aunque sí me sentía mal y arrinconado por no tener el impulso para leerme un libro serio, hasta que un día me lancé a leer por mi cuenta.

Quiero decir: me lancé a leer algo que no fuera lo que me ponían a leer en el colegio ni lo que me leían antes de dormir. Lo que implicaba que había encontrado en la lectura de los libros algo que no encontraba en la lectura de lo demás. Yo no soy un fetichista de los libros, aunque quizás debería, porque tengo demasiado presentes al cine y a la televisión y a los juegos de video. Pero, como una especie de bibliófilo anónimo, puedo dar mi testimonio a favor de la literatura porque hubo un día de hace ya tres décadas –en medio de un apagón inclemente– en que acudí a las novelas y las novelas me sirvieron para articular sospechas y para dominar la ansiedad y para resolver cierto silencio incómodo que es el mismo silencio agazapado que se libera cuando uno cede a la tentación de rezar.

Si no hubiera caído en la familia en la que caí, que es el punto, leer a los novelistas que recomiendan los conocidos probablemente no habría sido una posibilidad tan clara para mí. Para mí es admirable, y prueba de que hay destino y hay algo más allá de la educación, que gente que no tuvo una biblioteca en su casa y que no vio leer a sus papás emprendan un viaje espiritual –o como ustedes prefieran llamarlo: un viaje de conocimiento– tan doloroso que termine conduciéndolos a la lectura de libros como un alivio y como un premio. Como digo, no creo que leer libros sea mejor que leer películas o leer pinturas o leer los movimientos de los planetas, pero sí creo que da algo muy particular que las otras lecturas no dan: una disciplina para estar con uno mismo, y adentro de uno mismo en lugares que dan miedo, que es la base de la compasión y de la sensibilidad. Y que alguien llegue allá sin haberlo visto, y sin haberlo visto descubra su talento para atar los cabos, es esperanzador, por decir lo menos.

Es difícil leer porque hay que tener la suerte de necesitarlo, hay que darse cuenta de que es una posibilidad, y la vida es lo que es y uno hace lo mejor que puede. Se requiere cierto talento y luego es clave practicarlo, y en este mundo tan ruidoso y tan dado a castigar a quienes dedican su tiempo a detener el tiempo, a disfrutar el tiempo, a comprender el tiempo, no es nada fácil sentarse a leer.

Cuando uno está leyendo una novela es usual la siguiente escena: que un amigo le pregunte “¿qué está haciendo?”, usted responda “leyendo El palacio de la luna” y él le contesta “entonces acompáñeme a hacer una vuelta bancaria” –la cumbre de la amistad sin duda– como si leer no fuera ganar sino perder el tiempo. Hubo un momento, que tendría que ser el tema de otra conferencia, en el que todo lo artístico comenzó a considerarse una superioridad, un lujo. El arte fue perdiendo mecenas, porque los monarcas fueron remplazados por los encorbatados, y entonces quedó en manos de los pocos afortunados que pudieron comprarse el tiempo para hacerlo, y empezó a lanzarse la frase “el arte no sirve para nada” como ofendiendo al capitalismo y presumiendo de cierta clase social, y comenzó a desdeñarse a quienes hicieran arte por plata: a Mozart, a Velásquez, a Dickens. Leer fue entonces el triunfo del ocio. Y no un ejercicio como la oración o la meditación, ni un trabajo que requiere talento y necesita ser practicado como cualquier arte para que se haga bien.

Hay que estar leyendo para leer bien, sí, y hay que tener el oído y el alma para hacerlo, pero, decía, también hay que hacerlo de buena fe.

Se pierden muchos lectores, y más hoy en día, porque pocos son capaces de ponerse en los zapatos, en las páginas de otro. Porque ahora, en la era del “hágalo usted mismo” y los blogs y los perfiles de Facebook que son una ficción y son un relato, cuesta todavía más leer el trabajo del otro tal como es y no como uno lo habría hecho o como uno querría que fuera. Cuesta, mejor dicho, enfrentarse a los demás sin juzgarlos, sin corregirlos. Los espiamos para querernos un poco más por comparación, pero no para tener la fortuna de conocer a alguien que jamás podremos ser. Los visitamos, pero de reojo, para vigilarlos, para que todos hagan parte de nuestro pequeño drama, y no se nos salgan nunca más de las manos.

Se pierden muchos lectores, y más hoy en día, porque muchos entran a leer corrigiendo, muchos entran a leer a la caza de defectos tal como entran a conocer a las personas en busca de vicios que con un poco de esfuerzo pueden reducirse a características. Leer es, mejor dicho, leer lo que está ahí: dramatizar, poner en escena e interpretar, pero lo que está ahí, no lo que uno quiere o piensa o prefiere que esté ahí. Y es tan difícil de hacer porque requiere cederle el escenario a otro, concederle el beneficio de la duda a lo que se tiene enfrente, entrar en una tregua en la guerra contra todo y contra todos, poner en pausa los prejuicios, permitirle a las palabras ajenas que se lo tomen a uno, que se dedican a despertarlo a uno órgano por órgano cuando el caos de afuera se ha vuelto el caos de adentro.

Yo espero que nuestro niño esté lográndolo. Porque sí: se sabe ya las letras y ya ha conseguido descifrar el código de las palabras –y cómo ha sido de emocionante verlo entender todo lo que lo rodea, que todo está hecho de palabras, como resolviendo un jeroglífico del periódico– pero todo parece indicar que también tiene el talento para recibir lo que le entregan, para corresponder al amor que es cada libro y cada obra de arte, para armar y disfrutar y entregarles a los demás el rompecabezas que es cada drama como quien está haciendo bien la digestión y en verdad se está alimentando, o como aquel que es consciente de que la vida es una carrera contra el tiempo, pero una carrera de relevos en la que hay que dejar mucho mejor y mucho más allá de donde nosotros arrancamos.

 

Ricardo Silva

Escritor, periodista y crítico de cine. Magíster en cine Universidad Autónoma de Barcelona; literato Pontificia Universidad Javeriana y columnista Periódico El Tiempo.

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