Edición 19Reflexión

Educación y condiciones sociales: ¿Qué lugar para las emociones?

Según Basil Bernstein, la escuela no puede suplir las fallas de la sociedad. Por alguna razón, la escuela pertenece al Ministerio de Educación, no al de Gobierno; pertenece a la Secretaría de Educación, no a la de Integración Social. Ahora bien, las especificidades se mezclan, al menos por dos razones: de un lado, porque nuestro trabajo es múltiple (asuntos diversos que, entre otras, no necesariamente son solidarios entre sí); y, de otro, porque al hacer dejación de nuestras funciones (cuando dejamos de enseñar para pasar a dar clases de “valores”), el jefe intenta llenar ese hueco con otras funciones, a algunas de las cuales hacemos más eco: hoy nos quejamos de todo lo que nos asignan, pero nuestro discurso de maestros está cada vez más del lado de la asistencia social. 

El proceso que llamamos formación es concomitante con la condición humana. Sin formación, no hay humano. De ahí que Immanuel Kant piense que el hombre es la única criatura que ha de ser educada. Esa función estructural de la formación siempre cobra forma en una sociedad específica. De manera que un aparato social (la escuela) en el que se puede —no forzosamente es así en todos los casos—realizar la función formativa tiene, al lado del componente estructural, un fuerte contenido social. En ese sentido, los maestros cumplimos una doble función: somos formadores —lo cual es relativamente independiente del sitio y de la época—, pero lo somos en unas condiciones específicas, las cuales sí están situadas temporal y espacialmente.

Podemos creer que nuestra labor es para la época, cuando en realidad tiene efectos en el sujeto o viceversa: creer que obramos para el sujeto, cuando en realidad le servimos a la época, en detrimento de la formación. Entonces, la diferencia no está en los propósitos, sino en los efectos. De buenos propósitos —dice el refrán— está empedrado el camino al infierno.

Determinación y condicionamiento

En tanto sumido en escenarios históricos dados, el estudiante está en algún punto de la escala social: desde la pobreza extrema hasta la riqueza extrema. Pero una vez aceptada la responsabilidad de ser maestros, esas diferencias de los estudiantes no son determinantes de nuestra labor. Así como el médico tiene ante sí pacientes, sin importar su estrato social, asimismo el maestro tiene ante sí estudiantes, más allá de su condición económica. Por supuesto que algunos de los males que aquejan al paciente de bajos recursos tienen sus causas en la pobreza, pero no es esta la que determina la acción médica; más bien, la situación social condiciona la acción del médico en los casos concretos (insisto: la condiciona, pero no la determina). De igual forma, muchos de los asuntos que debemos afrontar como maestros no son iguales si los estudiantes pertenecen a familias desplazadas o a familias en circunstancias económicas privilegiadas; pero, como en el caso de la medicina, no son tales circunstancias las que determinan la acción formativa, sino que ellas más bien condicionan la acción en los casos específicos.

Primero se es médico y, después, se atienden los casos concretos; a un estudiante de medicina no le entregan su primer paciente sin un buen recorrido formativo y sin supervisión. Asimismo, se es primero maestro y, solo después, maestro de los casos específicos. Lo contrario, tiene muchas posibilidades de fracasar: uno puede tener la mejor voluntad de ayudar a alguien que tiene una dolencia pero, si no sabe medicina, el buen propósito puede incluso incrementar el mal para el doliente.

El médico, con un horizonte “general” de curación (más allá de asuntos sociales), puede trabajar hoy en situación de enfrentamiento bélico, mañana en un hospital con el mejor patrimonio de la época. ¡Y es el mismo médico! Si —por su asunto personal— decide meterse a “Médicos sin fronteras” lo puede hacer porque es médico, no principalmente porque quiera sacar de la insalubridad a los pobres de África. Y porque tiene sensibilidad social, siendo médico, puede considerar que su labor médica contribuye a mejorar el estatus de la humanidad. El médico no está obligado a hacer dejación de su saber por el hecho de que haya pueblos enteros muriendo por falta de las condiciones más elementales de salubridad. Si quiere luchar contra eso que lo avergüenza como ser humano, tiene una buena herramienta: su saber médico. Y, si esta no le parece suficiente, además de usar su saber para atacar esas condiciones de desigualdad, puede asumir, también, una actividad política; en ese caso, tiene un doble compromiso con el saber: el saber de su disciplina —la medicina— y el saber de la política, que ahora deberá estudiar. Pero, si puede más su indignación y renuncia a ser médico para ocuparse exclusivamente de una labor política, nadie se lo objeta, es otra dimensión posible de su vida. Ahora bien, esa de todas maneras le exige saber: la peor política es la que se hace espontáneamente: ignora en qué medida reproduce aquello que quiere transformar.

Igual para la función docente. Podemos tener la mejor voluntad de formar a alguien en relación con el saber pero, si no somos maestros (es decir, si no tenemos una relación con el saber que queremos transferir), aplicar nuestro buen propósito puede incluso ir en sentido contrario a la formación. De todas maneras no podemos juzgar la educación a partir de un fotograma de la película; una alabanza o un castigo, por ejemplo, no tienen un sentido per se: lo que está ocurriendo en la foto solo cobra sentido en el marco de la acción global. Así, una acción “buena” puede revelarse como contraproducente al entender el conjunto; y viceversa: una acción aparentemente “mala” (como un castigo) puede revelarse como necesaria, una vez entendamos el conjunto. El hecho de que la educación sea un encuentro humano hace que no podamos tener “diccionarios de juicios” para todos los casos, sin tener en cuenta el conjunto al que pertenecen.

El maestro, con un horizonte “general” de formación, puede trabajar hoy con niños desplazados, mañana en un colegio de carácter privado con todas las garantías de la época. ¡Y es el mismo maestro!, y puede estar en contextos tan distintos, porque es maestro. Si —por su asunto personal— decide irse a “Maestros descalzos” (jugando con la expresión de Manfred Max Neef) lo puede hacer porque es maestro, no solo porque quiera sacar a los pobres de la pobreza. Y porque tiene sensibilidad social, siendo maestro, puede entender que la labor que hace contribuye a cambiar el estatuto de la humanidad… pero, si no sabe cuál es su aporte a la formación, entonces trata de buscarlo en otro sitio, donde sí alumbra el poste, pero donde nada se ha perdido.

¿Por qué tenemos hoy la idea de que el maestro debe hacer dejación del saber, dado el hecho de que hay gente pobre, de que hay injusticia, de que hay pueblos sin las mínimas condiciones culturales y económicas? Si el maestro, en tanto tal, quiere luchar contra eso que lo avergüenza como ser humano, tiene una excelente herramienta: su saber de maestro. Y si, además de usar su saber para atacar esas condiciones de desigualdad desde su lugar como maestro, asume además una actividad política, perfecto. Pero, como decíamos antes, asume doble trabajo, pues hacer una política espontánea para rechazar lo negativo de las condiciones sociales existentes… ¡contribuye a reproducir lo negativo de las condiciones sociales existentes! Si renuncia al saber para pasar a realizar una labor política (como hemos dicho, esa es otra dimensión posible de la vida de cualquier sujeto), ¿por qué no asumir que está ejerciendo como político, no como maestro?, lo cual lo obliga a estudiar para desempeñar bien ese nuevo oficio, pues la indignación y la queja no constituyen el campo político, aunque tranquilicen nuestra alma.

La condición de maestro

La condición general de maestro (que nos permite estar hoy en una escuela situada en un barrio marginal, pero que no nos impide ser mañana profesores de un colegio de élite) está dada por una relación con el saber. El maestro es alguien que, por saber algo, lo encarna delante de otros. Además, es alguien que quiere que ese saber sea retomado por otros, en tanto experimenta en carne propia que el saber es algo en relación con lo cual se puede conducir la vida (no digo exclusivamente, pero sí puede ser lo principal en su caso). Y las ganas de que otros tomen la posta del saber lo hace estudiar dos saberes: el que quiere volver asunto de “entrega de la posta” con otros; y el saber relativo a la “entrega” misma; por eso, los maestros estudiamos asuntos —como psicología del aprendizaje, por ejemplo— que nunca les vamos a decir a los estudiantes sino que están destinados a configurar la acción pedagógica misma.

Este ámbito nos pone, automáticamente, ante la contingencia del vínculo. Contingencia, porque no sabemos quién va a venir a sentarse frente a nosotros, qué historia tenga, cómo se mueven sus apetencias, qué condiciones familiares tiene, en qué condiciones sociales lleva a cabo la interacción, etc. Esta contingencia es la que causa nuestras preguntas. Pero una cosa es preguntarse por

lo contingente y otra por lo necesario. Si se trata de contingencia, quiere decir que el maestro entiende que el sujeto, en medio de las condiciones materiales, elige. En cambio, se trata de necesidad cuando el maestro cree —por haber escuchado un sesgo determinista en la jerga del discurso actual que dice basarse en la ciencia— que unas condiciones sociales determinan el comportamiento de los estudiantes. Por ejemplo, que un niño agredido va a ser un adulto agresor, y cosas por el estilo.

Proferir enunciados relativos al saber, independientemente de quién sea nuestro público (como si estuviéramos hablando delante de unos pares), es la labor de un conferencista, no de un maestro. Los maestros hacemos enunciados, sí, pero ante otros que tenemos a cargo. A diferencia del conferencista, para nosotros no es indiferente que los escuchas no entiendan, que no presten atención o que hagan indisciplina, etc. Pero asuntos como estos (comprensión, atención, disciplina) no nos ocupan por sí mismos, sino en relación con el saber.

De tal forma, si nos ocupamos de la atención por la atención misma, la escuela se nos vuelve un activismo repleto de imágenes y caracterizado por una intención de divertir (lo podemos pasar bien, pero así no estamos formando). En cambio, si nos ocupamos de la atención, en relación con el saber, vienen otras inquietudes —y otras fuentes dónde buscar respuestas, y otras relaciones para intentar hacer algo decoroso— que bien podríamos llamar “pedagogía”, “didácticas”. Asimismo, si nos ocupamos de la disciplina por sí misma, nos volvemos autoritarios, “prefectos de disciplina”, incrementaremos las sanciones, nos preocuparemos por explicitar las normas… incluso, pondremos cámaras en la escuela. En cambio, si nos ocupamos de la disciplina, en relación con el saber, nos preguntamos cuáles son las condiciones de posibilidad para el saber, cuando se trata de estos niños —que están en una etapa determinada de la vida— en estas condiciones sociales específicas. Es el caso en el que la disciplina se produce como efecto de hacer las cosas —en relación con el saber— de determinada manera, y no como el producto soñado de la sanción y el castigo. Antaño se decía que el respeto se ganaba.

Si logramos que unos estudiantes mal alimentados reciban un refrigerio, de todas maneras no impedimos que un niño muera de hambre cada 15 segundos. En la media hora de recreo cuando unos están recibiendo el refrigerio (suministro codiciado por los corruptos), mueren 120 niños de hambre. De manera que, en términos sociales, no estamos haciendo mucho si volvemos la escuela un centro asistencial. Asimismo, mientras nos escandalizamos —mediáticamente— por el abuso y asesinato cometido por Rafael Uribe Noguera a una niña de 7 años, cada hora dos niños son víctimas de abuso sexual en Colombia.

La complejidad del asunto

¿Quiere decir que el profesor no hace nada cuando visita la casa de un estudiante y se preocupa por él y por la familia? No. Quiere decir que la labor del maestro es situada, y que eso podría extraviar la labor del maestro o, por el contrario, realizarla. Así como el médico cura, el maestro forma. Pero no forma en cualquier sentido. Forma con el saber como horizonte (no quiere decir esto que hable todo el tiempo de saber, pero que sí que el saber está en el horizonte de su acción). Si el saber nos empieza a lucir como algo desdeñable, dadas las terribles condiciones en que hacemos nuestra labor,

hemos cogido otro rumbo que no es el de maestro. Y eso le está pasando a la escuela… y, no obstante, sigue muriendo un niño de hambre cada 15 segundos, pese a nuestro discurso de dar la palabra, de incluir, de democratizar; y se sigue abusando sexualmente de dos niños cada hora, pese a nuestro discurso de tolerancia y respeto por el otro.

El maestro apunta al corazón de cada uno, dirigiéndose a todos. ¡Ese es el arte paradójico del maestro! (entonces, cuando siente la necesidad de dirigirse a cada uno, posiblemente no sienta que el discurso dirigido a todos toque el corazón de cada uno). De un lado, eso lo logra diciendo cosas… pero no puede decir cualquier cosa, pues su lugar es muy importante y puede ser tomado al pie de la letra. Y, de otro lado, eso no le impide saber escuchar, incluso suscitar, en algunos casos, que el niño le hable; pero es ahí donde el asunto nos puede coger mal parados y, entonces, nos preguntamos: ¿qué hago con lo que me cuentan?

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