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¿Mejorar el contexto o mejorar las pruebas PISA?

Cada 3 años la Organización Para la Cooperación y el Desarrollo Económico OCDE, lleva a cabo en 72 países del mundo, entre ellos 9 latinoamericanos, las pruebas PISA (Programme for International Student Assessment) cuyo objetivo es evaluar las habilidades de los estudiantes a punto de iniciar educación postsecundaria a nivel mundial, en las áreas de matemáticas, competencias científicas y lectura. Lo que se busca es establecer un diagnóstico del sistema educativo, y con ello, ofrecer lineamientos de política pública que le permitan a los países, orientarse por la senda de las buenas prácticas educativas que redunden en el crecimiento económico y el bienestar general.

Pese a que Colombia y los demás países latinoamericanos evaluados, mejoraron con relación a las mediciones anteriores, lo cierto es que su desempeño no deja de generar dudas y ansiedades sobre la calidad educativa que se ofrece en la Región, especialmente, porque los resultados todavía no muestran esa correspondencia armoniosa entre educación, conocimiento y desarrollo económico, como el ideal al que aspiran los países miembros de la OCDE.

La profunda desigualdad socioeconómica, las brechas entre el campo y la ciudad, la incapacidad de hacer atractiva social y económicamente la profesión docente, la falta de atención y cobertura a la primera infancia, entre otros, son algunas de las causas estructurales que se exponen para explicar el bajo desempeño.

De igual manera, la vara con la que pretendemos medir nuestros sistemas educativos (las pruebas PISA) se ajustan más a las sociedades posindustriales del conocimiento, pero muy poco a las sociedades latinoamericanas, caracterizadas por la producción fabril con escaso valor agregado, la producción agrícola mediada por la concentración y el latifundio, y la explotación casi unívoca de recursos minero-energéticos.
Pero más allá de todo esto, existen dos causas que le son intrínsecas a la escuela. Por un lado, la crisis de la infancia y la familia modernas, con lo cual ha surgido un nuevo sujeto de la educación caracterizado por su adultización y abandono. Y por el otro, la situación permanente de desigualdad, pobreza y violencia que aqueja a buena parte de la región, lo cual ha terminado por hacer implosión en la Escuela, generando un sinnúmero de problemas sociales, y obligando a los sistemas escolares, a dirigir casi por completo sus recursos humanos, económicos, intelectuales y pedagógicos, en contener y trasformar todas estas formas de violencia, en particular una, que es la que más aqueja a la infancia latinoamericana: la violencia intrafamiliar.

En ese sentido, es de gran importancia comprender en profundidad esto último, para no generar falsas expectativas sobre las pruebas Pisa y entender que las razones del bajo desempeño no es que seamos “Brutos pero felices” como tituló en el 2013 la Revista Semana, sino que somos países en transición, que si bien aspiran a convertirse en sociedades del conocimiento, primero deben restaurase socialmente a través de programas curriculares enfocados a generar habilidades socioemocionales, afectivas y ciudadanas.

La crisis de la infancia: un nuevo sujeto de la educación atravesado por la violencia

La familia es sin duda, uno de los pilares fundamentales sobre el cual se construyó el mundo occidental. No solo porque se estableció como la principal unidad económica del capitalismo, sino que a su alrededor, se tejieron los principios y valores que cohesionaron la sociedad de la Modernidad. Pero más aún, desde el siglo XVIII, fue el lugar privilegiado para proteger la infancia y para ofrecerle relaciones de solidaridad y cariño como deber social.
El niño/niña de la Modernidad, al estar resguardado en la institución familiar, se le asignaron cualidades y roles en específico. Por un lado, se le atribuyó la fragilidad, la pureza, la obediencia y la inocencia, pero al mismo tiempo, se constituyó como un sujeto subalterno, dependiente de la voluntad y la autoridad de los adultos y sus instituciones.

Sin embargo, desde la década del 90 del siglo XX, los modelos tradicionales de familia e infancia empezaron a entrar en crisis, o por lo menos en una reconfiguración de su sentido. En primer lugar, la consolidación de la mujer en el mundo del trabajo, tuvo como consecuencia la disminución del tiempo dedicado al hogar, y por ende, al cuidado permanente que se tenía sobre los hijos.

Esto produjo, una generación de niños, niñas y adolescentes que paulatinamente se fueron encontrando solos en casa, realizando actividades domésticas o simplemente cuidando de sí mismos. La obligación de ambos padres de sustentar económicamente la familia, se hizo cada vez más importante, incluso por encima de la misma protección y crianza. Por ello, a diferencia de épocas pasadas, a la infancia se le obligo a adquirir autonomía, a asumir actitudes y valores del mundo adulto, con lo cual se fue desmontando el imaginario que la significaba como una población débil y dependiente.

Esta crisis, es claramente retratada en la película Home Alone, más conocida en habla hispana como “mi Pobre Angelito” (Kincheloe & Steimberg, 2000). En donde se evidencia como las redes de solidaridad y seguridad de la familia se desvanecen, ubicando a la infancia encarnada en Kevin McAlister, como algo indeseable y rebelde que termina siendo tratada con desdén y crueldad.

Esto muestra como en la familia contemporánea, la condición infantil de los hijos implica utilizar más tiempo y presencia en el hogar, lo cual se convierte en la principal dificultad para sobrellevar las grandes demandas que impone el trabajo y el sustento económico. Por esta razón, la familia opta por la adultización de los hijos a través de dos mecanismos: el abandono y la violencia. De ahí que en la actualidad, se observé cada vez con mayor frecuencia el fenómeno de los padres presentes, pero ausentes .

De igual manera, Mariano Narodowski (2013) describe este declive de la infancia moderna, acudiendo a dos conceptos: La infancia desrealizada y la Infancia Hiperrealizada. La primera, hace referencia a los niños/niñas de la pobreza, que deambulan por las calles y que debido a su condición, ya no inspiran sentimientos de protección o ternura, son los niños y adolescentes marginales que llevan la carga de incorregibles y para quienes la sociedad ha perdido cualquier esperanza.

La segunda, la infancia hiperrealizada, corresponde a los niños que tienen acceso ilimitado a diferentes dispositivos de información como computadoras, consolas de videojuegos, smartphone, tablets, etc. Son sujetos digitales que viven en la inmediatez, que retan el monopolio del saber del docente y que no requieren de la protección de los adultos.

En esta categoría no se encuentran necesariamente los que poseen las mejores condiciones socioeconómicas, por el contrario, el acceso a la información a través de nuevas tecnologías es cada vez más creciente, lo cual ha provocado que esta generación encuentre en los dispositivos móviles y las redes sociales, un lugar propio que le permite hallar en lo virtual el acompañamiento que le hace falta en lo real, pues allí tiene mayores posibilidades de compartir con otros sus mismos gustos, ideas, angustias o simplemente recibir algo de atención.

Por otra parte, en América Latina y particularmente en países como Colombia, esta crisis de la infancia se encuentra entrelazada con diferentes expresiones de violencia, especialmente la intrafamiliar y la sexual. Así por ejemplo, Según un informe de la UNICEF (2017) donde se analiza el panorama de los niños y niñas en la región, 2 de cada 3 infantes experimentan algún tipo de maltrato físico o psicológico en sus hogares. Pese a que se insiste reiteradamente en abandonar este tipo de humillaciones, para un amplio sector de la población esta sigue siendo una práctica legitimada como forma de educación.

De igual manera, el entorno familiar es el espacio que representa mayor vulnerabilidad para que un niño, niña o adolescente, este en riesgo de ser objeto de abuso sexual. Por Ejemplo, entre el 70% y el 80% de las víctimas de abuso sexual son niñas cuyos agresores en su mayoría son familiares o personas que viven en su casa (Unicef 2017b)

Como es apenas lógico, este tipo de infancias violentadas, con todo y sus dificultades, terminan llegando a la escuela, creando los nuevos sujetos de la educación que el sistema educativo, especialmente el público, debe acoger ineludiblemente. Por ello, el espacio escolar se convierte fácilmente en un campo de desencuentros y tensiones, que tiende a reproducir en la sociabilidad de las aulas y los pasillos, las violencias que cada uno trae consigo.

En ese sentido, cuando desde las pruebas PISA, se propone la solución de problemas en situaciones de la vida real, y se sostiene que estas son las habilidades mínimas, que un estudiante de 15 años debe tener para acceder a la universidad o al mundo del trabajo, se obvia que la vida real y escolar de buena parte de los estudiantes latinoamericanos, no gira en torno al desarrollo de competencias lectoras, matemáticas o científicas. No porque en las escuelas y colegios deliberadamente no se enseñen, o porque exista per se una mala educación, sino que en la mayoría de contextos vulnerables, estas competencias aunque importantes, no son las más urgentes.

Lo anterior paradójicamente, se ha convertido en los últimos años en una oportunidad para pensar nuevamente los currículos, los procesos de enseñanza y aprendizaje, y el papel del docente en el liderazgo educativo. Por ello, aunque es completamente válida la aspiración de convertirnos en sociedades del conocimiento y ocupar los primeros puestos en las pruebas PISA, por ahora nos corresponde como escuela, restaurar la porción de humanidad que tenemos a cargo.

No en vano, en las iniciativas globales que buscan exaltar y reconocer las mejores prácticas docentes como el Global Teacher Prize, considerado el premio nobel de la educación, resaltan aquellas propuestas que se caracterizan por mostrar un alto impacto social, por adecuar toda la tecnología educativa hacia la solución de problemas propios del contexto y en especial a la transformación de la vida de los/las estudiantes y sus comunidades.

Así por ejemplo, la maestra canadiense Maggie MacDonnell ganadora del premio en el año 2017, dedicó sus esfuerzos a atender las necesidades emocionales de sus estudiantes especialmente las mujeres, con lo cual logró contener la deserción escolar y las altas tasas de suicidio que encontró es su comunidad educativa.
Por su parte, Andria Zafirakou del Reino Unido galardonada en el 2018, lideró una propuesta curricular para acoger la diversidad étnica, cultural e idiomática de sus estudiantes, logrando con su proyecto la inclusión social y educativa de los inmigrantes refugiados que a diario llegan a este país.

Para el caso de América Latina, el profesor Brasileño Diego Mahfouz Farina Lima, consiguió que su escuela se abriera a toda la comunidad y se convirtiera en un espacio de encuentro para la formación y la cultura, a pesar de estar en enclavada en un contexto violento lleno de pandillas y tráfico de drogas. Con esto logró mejorar el entorno barrial y disminuir la deserción escolar.

El profesor Colombiano Alexander Rubio implementó una novedosa metodología que el mismo denomina la pedagogía del loto, la cual integra la practica física y espiritual del Yoga, con el fin de concebir el cuerpo como vehículo de confianza, respeto, alteridad y empatía. Su propuesta ha logrado impactar Ciudad Bolívar, uno de los territorios más conflictivos de Bogotá.

Y finalmente nuestra propuesta, llevada a cabo en el Colegio Gerardo Paredes, la cual estuvo encaminada a combatir las causas estructurales del embarazo temprano y de las violencias sexuales y de género. Con este proyecto logramos reducir en el 2017 la tasa de embarazo adolescente en más de 95% y creamos una cultura del empoderamiento frente a los abusos y las violencias que aquejaban a nuestros estudiantes.

Lo anterior, es la muestra de que la educación del siglo XXI se debe enfocar en la dimensión humana, más aún en una sociedad cuyo imperativo económico, enajena a los seres humanos en el aparato productivo, que si bien es importante, ya no debe ser el epicentro donde giren los objetivos del sistema educativo, pues para alcanzar la luz del conocimiento, primero tenemos que salir de las sombras de la violencia.

Luis Miguel Bermúdez

Profesor de ciencias sociales del Colegio Gerardo Paredes de Suba en Bogotá Colombia. Nominado al Global Teacher Prize, uno de los mayores reconocimientos dentro de la academia, como uno de los 10 mejores maestros del mundo.

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